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TRIBUNA

La muerte es mía

socio de la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD)

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Creo que

no es noticia que por fin la cuestión eutanásica ha llegado al Congreso y se habla a nivel institucional sin los recelos políticos de otras ocasiones. Se pueden esperar cambios legales, pero por ahora, si el ciudadano es libre para hacer elecciones de vital importancia, no lo es para enfrentarse a su muerte, e insisto en el su porque nadie nos puede prohibir afirmar con contundencia que “la muerte es mía”.

Pero no, el Estado nos considera menores de edad y nos tiene bajo tutela: nadie puede elegir el cuándo y cómo de su muerte, y si un médico accede a ayudarte a morir el art. 143 del Código Penal (CP) le condenará a unos años de cárcel. Y esta minoría de edad continúa a pesar de que el 84 por ciento de los españoles se siente muy libre para decidir sobre su vida y su muerte y reclama que se debe legalizar tanto el suicidio asistido como la eutanasia. Y que conste que la regulación de estas conductas eutanásicas por ley no es favorecer una cultura nihilista sino la cultura de la libertad personal ante el límite de la vida.

Durante la transición con gobiernos socialistas hubo un progreso en los derechos y libertades ciudadanas, pero la cuestión eutanásica no tuvo transición política y legal y, a pesar de las oportunidades de cambio, se afianzó la ilegalidad de lo eutanásico con la reforma del art. 143 del CP en 1995.

La asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD), por estatutos y por la convicción de quienes la formamos, siempre ha luchado contra la corriente política de la mayoría de los partidos y está de acuerdo con el certero pensamiento del emperador romano Marco Aurelio: “Una de las funciones más nobles de la razón es la de saber cuándo ha llegado el momento de abandonar este mundo.” Este debiera ser el lema y la pauta de todo ciudadano y así poder elegir bien continuar la vida al ritmo de la naturaleza del propio organismo o poder decir en plena libertad “basta, hasta aquí he llegado” cuando estime en su intimidad que su vida es un contravalor del que quiere racionalmente liberarse.

En 1984 Miguel Ángel Lerma, profesor de la Universidad Complutense, puso en pie DMD y se inició la lucha en pro de una ley mediante la concienciación de la opinión en las razones que he expuesto. Tal era el ímpetu y las condiciones sociológicas del momento que ya en los primeros años de su trabajo los cientos de socios de la asociación estaban convencidos de que España podía ser pionera y ser la primera sociedad europea que tuviera una ley de eutanasia e incluso DMD preparó un texto legal con este objetivo.

El motivo del nacimiento de la asociación DMD fue –como confesaba Lerma en un artículo– el sufrimiento de su madre en el tiempo antes de morir. Siempre, como he podido comprobar, aparece el sufrimiento como la energía que empuja a defender la libertad de la persona para poder salir de la cárcel de una vida sin sentido y esta fue la experiencia de personas significativas como Ramón Sampedro, el expresidente francés Hollande, cuando incentivó que se discutiera una ley en su país, pensadores como Russell, Monod… que crearon en Inglaterra una opinión a favor de la libertad eutanásica, el pensamiento rebelde del filósofo Vattimo ante el caso de la joven italiana Eluana Englaro, etc.

Y si echo la vista atrás y repaso mi propia experiencia también algo parecido me ocurrió a mí. Desde joven he tenido una preocupación por el tema de la muerte. Pero era un planteamiento teórico, de reflexión, de estudio: el hombre como el único animal que conoce su mortalidad, la relación existencial de libertad y vida-muerte… Hubo una fecha en que tras la reforma del CP en 1995 cayó en mis manos el art. 143. Me sorprendió que políticos de la transición, del comienzo de la modernidad española, parieran ese engendro normativo siguiendo la tradición del antiguo régimen.

De entonces hasta hoy lo considero un constructo jurídico perverso al esforzarse en homologar la eutanasia y el homicidio. Pero hasta ese momento mi reflexión no pasaba de ser un ejercicio mental poco comprometido.

He de confesar que para dar el paso tuve que tener una buena maestra que me llegó sin pretenderlo. Invitado por un amigo tuve la oportunidad de asistir a unas jornadas sobre Derecho a la Muerte Digna en Madrid en fechas que ya no recuerdo. En la mesa de ponentes había una mujer, todavía joven, pero un poco retorcida. Era Isabel Luengo, enferma de esclerosis lateral amiotrófica y tenía ya casi totalmente su capacidad atrofiada. Habló solo unas pocas frases, pero a mí me quemaron por dentro. Dejó bien clara su situación médica y su voluntad eutanásica: “Llevo cinco años muriéndome lentamente. Sé que todavía me queda lo peor. No quiero pasar más tiempo así; cuando ya no pueda mover la mano derecha, que es lo único que puedo mover ahora, deseo que me ayuden a morir, porque la vida que me queda es estar en la cama. Ustedes no saben lo que es morir así.”

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