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La crisis entre Arabia Saudita y Qatar

Profesor de ESADE Law School

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Las economías, básicamente sunitas, que integran el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) afrontan las incertidumbres económicas provocadas por las profundas divisiones políticas entre sus seis miembros. El 5 de junio de 2017, Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Bahréin, junto a Egipto, Yemen y Maldivas, rompieron las relaciones diplomáticas y económicas con Qatar.

Una drástica medida justificada por la acusación de que este rico emirato financiaba a los Hermanos Musulmanes y otros grupos radicales islamistas y mantenía una política exterior autónoma particular respecto a Irán. La teocracia chiita es el gran rival de las monarquías sunitas, pero es un vecino de Qatar, con el cual comparte el colosal yacimiento de gas de South Pars en las aguas del Golfo. No secundaron el bloqueo y juegan, sin éxito, la carta de la mediación: Kuwait, que cuenta con una nutrida comunidad chiita, y Omán, que históricamente ha mantenido una estrecha relación con el mundo persa. Una grave crisis que sacudió las relaciones de confianza entre las seis monarquías del CCG, una organización de cooperación internacional, constituida en 1981, que había logrado una exitosa integración económica mediante una libre circulación de personas, mercancías y capitales, que crearon un potente mercado interior que benefició a todos. Pero los recelos políticos siguieron a flor de piel. Riad, miembro del G20, considera la península arábiga como su área natural de influencia, una pretensión contestada por Qatar, Ornán y Kuwait. Además, el cambio generacional en las dinastías árabes, donde destacan los príncipes herederos sunitas de Arabia Saudita y de Abu Dhabi, son impulsores de una política dura frente al régimen iraní. Lo corrobora su intervención militar en Yemen, convertido hoy en un Estado fallido.

Un año después, este conflicto sigue perjudicando, en mayor o menor medida, a la imagen internacional y al gran potencial económico de los seis Estados miembros del CCG. Y ocurre precisamente cuando pretenden impulsar unos procesos de reforma y modernización económica. En cambio, el ejercicio de los derechos humanos y las libertades públicas siguen restringidos, algo que preocupa cada vez menos a las potencias occidentales.

Arabia Saudita es el país clave de la región porque asegura la estabilidad de los precios y exportaciones energéticas mundiales. Mohammed Ben Salman (MBS), el heredero al trono, de 33 años, es un político duro, apoyado por EEUU, que tiene a Irán en su punto de mira. Es un reformista y el artífice del ambicioso plan de reformas Visión 2030, lanzado en abril de 2016, para corregir un modelo económico muy centralizado y unas finanzas excesivamente dependientes de las exportaciones y rentas petroleras. MBS pretende diversificar la economía, una reforma fiscal que implica un recorte de las subvenciones públicas y favorecer las inversiones del sector privado para crear más empleo, también abrir una sociedad controlada por los ulernas donde impera el rigor religioso wahabita. Quiere canalizar las aspiraciones del 70% de los jóvenes saudíes con menos de 30 años que desean vivir en una sociedad más libre y dinámica, donde las mujeres puedan participar activamente. Pero el impetuoso MBS también aprovechó la oportunidad para llevar a cabo una purga política de la estructura real saudí para desplazar a sus oponentes internos. Qatar logró resistir hasta hoy el intento de ahogo económico impuesto por Riad, pero tuvo que inyectar parte de su gran bolsa de reservas de divisas y fondos soberanos para estimular el crecimiento económico, principalmente con grandes inversiones en infraestructuras. La economía qatarí está más diversificada e internacionalizada que la saudí porque, en la última década, el emirato también invirtió en el exterior, principalmente en EEUU y la UE, otra parte significativa del maná financiero procedente de sus exportaciones del gas. Pero, a la vez, invirtió en su seguridad firmando unos acuerdos específicos de defensa con EEUU, Francia y Gran Bretaña, que tienen bases militares operativas en su territorio y son sus principales suministradores de armas. Y, últimamente, corteja a Rusia, una potencia con creciente protagonismo en Oriente Medio.

El bloqueo de sus vecinos árabes constituyó otro estímulo añadido para internacionalizar aún más su economía, potenciando los nexos comerciales con otros países. El Gobierno impulsó una mayor liberalización económica para atraer más inversiones extranjeras, también asiáticas, para compensar la pérdida de los capitales árabes que abandonaron el país. También mejoró las condiciones sociales de los extranjeros residentes en su país. Doha prohibió, el pasado 26 de mayo, la venta en su territorio de los productos procedentes de los países que le boicotean. Pero el vacío dejado lo llenan otros países como Turquía, India, Pakistán, Omán o Marruecos, que son los nuevos suministradores de alimentos y productos que cubren algunas necesidades básicas del diminuto país. Y, por razones geográficas e históricas, los qataríes, como han hecho siempre, siguen haciendo negocios con los iraníes. Al igual que las empresas de Dubái.

Qatar aguanta bien, pero todo podría complicarse si este costoso bloqueo se alarga en el tiempo. No beneficia a ningún país árabe del CCG, pero sigue enquistado. Qatar no cederá ante las exorbitantes exigencias saudíes que pretenden limitar su soberanía. La llave maestra para mediar y resolver la crisis la tiene EEUU que, a diferencia de la UE, ya no depende de los recursos energéticos del Golfo. Donald Trump intentará, en una cumbre con los árabes, prevista en septiembre, recoser una división que beneficia los intereses geoestratégicos de Irán. Y Qatar precisa asegurarse una celebración exitosa del próximo Mundial de Futbol 2022.

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