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En teoría un despacho es algo bien definido. Un lugar|sitio donde unas o más personas terminan trabajo no tendría que esconder nada que fuera malévolo ni tampoco negativo para nadie.

Es decir, un despacho es una habitación más o menos arreglada que está equipada con todo lo que se necesita para trabajar: mesa|tabla, sillas, ordenador, quizás alguna buena butaca para pensar y repensar y también una mesa|tabla grande y alargada para que, en días puntuales, pueda meter a más personas para deliberar o atender y presentar proyectos. Es, por lo tanto, una habitación del todo inocente, donde se presupone que tiene unos objetivos marcados, bien definidos y positivos.

Aunque este es su espíritu, el despacho deriva de la acción de despachar, que tiene como finalidad resolver un asunto, un documento, una venta, pero que, si lo queremos coger por el lugar|sitio que más crema, nos puede conducir a la decisión negativa de tener que despachar a unas o más personas de un trabajo o la acción de despachar alguien también puede significar matar alguien. “lo he despachado” es sinónimo cinematográfico de “lo he liquidado” de las novelas negras y aquí es donde|dónde”despachar"Toma el significado más trágico.

La historia del mundo está bien repleta de errores que han acabado en auténticas tragedias. Las líneas divisorias del continente africano que partió por la mitad etnias y familias salieron de un despacho.

Recuerdo hace unos años cuando|cuándo, sentada encima de una de las dunas de Merzouga, entre las poblaciones marroquíes de Rissani y Erfoud, un beréber me explicaba que él no entendía, fronteras. Que todo había sido por culpa de los que ocupan despachos pero que nunca han pisado la arena del desierto.

Los despachos no tienen buena prensa. Culpables también de la partición de la India y el Pakistán.

Responsables del muro de Berlín, la división de una ciudad en dos mundos. La división de Cataluña en provincias también es un nefasto ejemplo de cómo la necedad que se esconde detrás de las decisiones de los despachos puede aniquilar siglos de historia.

La semana pasada recordé como de nefasto puede ser un despacho, mientras escuchaba el responsable del ASCAD (la Asociación Catalana de Directores de Centros y Servicios de Atención en la Dependencia Gerontológica), Andrés Rueda, cuándo afirmaba a los medios que “dudo mucho de que quien hacía los protocolos de la pandemia de la Covid haya pisado alguna de las residencias de las personas mayores”. Y es que, a menudo, en las sillas de los despachos que mandan nuestras vidas hay gente que osa dibujar cartas de navegación sin ni siquiera haber visto el mar.

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