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¿De la de desplegar el ejército en ciudades demócratas? ¿De la de ejecutar a supuestos narcos en alta mar sin juicio previo? ¿De la de echar a los humoristas que se meten con él? ¿De la de cerrar las televisiones que no le ríen las gracias? ¿De la de tomar con armas el Capitolio si pierde las elecciones? ¿De la de ser presidente de EEUU pese a ser un delincuente condenado? Donald Trump habla de su libertad de hacer lo que le dé la gana, como todos los sátrapas. Los agresores siempre dicen que les han agredido. Mourinho ordenaba a sus jugadores pegar a los rivales y simular al mismo tiempo que les habían pegado. El equipo más favorecido por los árbitros en España ha presentado una queja a la FIFA diciendo que le perjudican. La ultraderecha lleva años hablando de censura. Del atentado a la libertad de expresión que representan las políticas de cancelación promovidas por la cultura woke. Es cierto que la campaña Me Too derivó en una especie de caza de brujas injusta, como todas las cazas de brujas, y contraria al estado de derecho porque comportaba la muerte civil de personas a las que no se había juzgado, y que a veces cuando les juzgaban les absolvían. Pero el atentado que la cultura de la cancelación comporta para la libertad de expresión palidece con la política de Trump con los medios de comunicación. Eso es simple y llanamente censura de corte dictatorial. Y ya no digamos las ejecuciones en alta mar. El órdago de Trump a los valores de Occidente asusta. Esos valores se basan en la Declaración Universal de los Derechos Humanos que unieron a Europa tras los desastres de las guerras mundiales, pero Trump menosprecia esos derechos. El presidente norteamericano sabe que los vientos soplan a su favor, con una ultraderecha que se extiende en todas partes (la encuesta conocida ayer pone los pelos de punta) y triunfa entre los jóvenes gracias a los mensajes rudimentarios de las redes sociales. Para ser extremista solo hace falta ser simple, y ese es el terreno más fértil para la extensión de un ideario fascista que ha mutado como un virus en un siglo pero sigue siendo reconocible. Nuestra situación no es la de la República de Weimar, por supuesto, pero hay muchas cosas que la recuerdan, empezando por una inflación real que superaría en mucho a la oficial si los gastos en vivienda no se contabilizaran en un 12 por ciento sino en el porcentaje que realmente destinan la mayoría de familias a pagarla. El nuevo fascismo no da todo el poder al Estado, como hacía el viejo. Al contrario: se lo quita para entregarlo a oligarcas ultrarricos para que puedan hacer lo que les dé la gana, desde cargarse a todos los periodistas que no les adulan hasta matar a venezolanos en alta mar. Los procedimientos son contrarios pero el resultado es el mismo: el desprecio de la dignidad personal y de los derechos humanos. Esperemos que Dios exista y nos coja confesados.

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