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Historias del eterno adolescente

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Woody Allen

A propósito de nada

Alianza Editorial, 439 p.


Hay cierta coherencia valiosa en esta autobiografía. Nos encontramos ante una prosa no solo ingeniosa, sino también compacta y rápida, que no pretende sorprender demasiado al lector sino mostrarse fiel al personaje mundialmente famoso. Aunque Allen quisiera pertenecer al club celestial de Bergman y Tennessee Williams, comprende que algo falla. Descubrimos, ya desde las primeras líneas, ante una alusión al Holden de Salinger, que ese personaje adolescente entraña algunas claves equiparables y reveladoras. Woody Allen es un Holden transfigurado: comparte con él cierta rebeldía, pero se va por la tangente de la comicidad. El futuro cineasta fue un niño prodigio del humor; muy pronto publicó chistes en periódicos. Se inició en los monólogos y en la comedia cuando era todavía realmente joven. Ése es el primer acto en la obra teatral que es su existencia; luego habrá más.

Su libro parece uno de esos números de circo en el que un montón de platos siguen rodando al mismo tiempo. Woody Allen posee ese dominio de la escritura que ya afloró en su infancia. Hay algo de esquema rígido en él, pero esto forma parte de los aparentes contrasentidos, solo aparentes, entre persona y personaje. Tanto es así que su humildad ante los avatares de su éxito pertenece también a su núcleo cómico. En cierto modo su personalidad puede resumirse en esto: hace reír, a sabiendas que se encuentra encajonada en una realidad que nos importa. Su acercamiento, por ejemplo, a la gran cultura es un ejercicio impagable donde su dimensión paródica no deja de crecer y agigantarse. El caso es que no hay forma de restarle su brillantez a este peculiar diamante. Él manifiesta que todo ha sido un golpe de suerte, y eso, una vez más, también resulta histriónico.

Todo en él parece moverse desde el guiño cómplice y la paradoja. Como cuando reivindica la importancia de la creación en sí, la laboriosidad del oficio y su disfrute, si bien no deja de mencionar agradecido el recuerdo de tantos y tantos profesionales maravillosos, restaurantes maravillosos, ciudades maravillosas… Hay algo noble y adolescente en la pasión que muestra Woody Allen por el mundo en general. Idolatra a tantos artistas, espera tanto de la magia a pesar de los consabidos parámetros kafkianos. Pero la vida acecha. Y lo contrario de la magia sería la aparición de la gran borrasca en su vida, el escándalo por sus supuestos abusos. Allen afirma una y otra vez en A propósito de nada que la guerra con Mia Farrow queda resuelta en el hecho de que los informes oficiales manifiestan que no existen pruebas contra él. Piensa que el acto final de su vida se ha vuelto difuso, como si su meteórica carrera le hubiera llegado efectivamente como un flash y ahora solo le quedara el amor por Soon-Yi y su nueva familia: “Más que vivir en los corazones y en las mentes del público, prefiero seguir viviendo en mi casa.” Ahí está, el adolescente eterno posee el don de saber entrar en nuestras vidas, en nuestros hogares. Podría intuirse un viaje al revés: él es en el fondo una especie de mónada tronchante o cachivache filosófico que de algún modo ha perforado el misterio del humor. Hay algo de rayo fascinante que se alimenta de todos los resplandores mundanales de pacotilla. Lo fantástico es que en esa cara de atolondrado encontremos tanta sencillez. 

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