SEGRE
Una escena de la última temporada.

Una escena de la última temporada.SEGRE

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Debo confesarlo. Sospecho que soy un bicho raro, una especie en vías de extinción o algo similar, pero soy inmune a la fiebre que estos días nos invade por ver la última temporada de Juego de Tronos. Las adaptaciones de la saga creada por George R.R. Martin (Bayonne, 1948) y estrenada en televisión por la HBO en el 2011 dejaron de interesarme, al igual que las novelas, a partir de la tercera temporada. Llegó a abrumarme tanta parafernalia, profusión de personajes y de intrigas alrededor del Trono de Hierro, que aseguraba el poder en los siete reinos de Poniente. Quizá estaba inmunizado por la lectura de El señor de los Anillos de Tolkien porque incluso me parecieron más llevaderas las sagas literarias de Eragon de Christopher Paolini (pese a su fiasco cinematográfico) o la de Geralt de Rivia de Andrzej Sapkowski, de la que se anuncia su estreno televisivo para el 2020. Es cierto que Juego de Tronos ha marcado un antes y un después en la comparación cine-televisión y que cien millones de países comprándola no es una casualidad. Pero, qué quieren, me deja más bien frío.

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