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El cine incendiario

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EMA

País: Chile, 2019.

Director: Pablo Larraín.

Intérpretes: Mariana Di Girolamo, Gael García Bernal, Santiago Cabrera.

Cine: Funatic

★★★★
Al cine latinoamericano hay que liberarle de etiquetas porque ya está emancipado de todas ellas, de comentarios sobre si es actual o no, sobre si está estancado o avanza. Lo cierto es que es indispensable y referencial en los grandes festivales internacionales, donde sus creadores brillan con luz propia. Este es el caso del chileno Pablo Larraín, uno de los cineastas más potentes del panorama internacional que, con películas como Tony Manero, Post Mortem, El club o esta Ema, dibuja a la sociedad desde lo más profundo, preparando dispositivos que magnetizan y a su vez provocan cierta incomodidad por lo directo de sus diálogos, por las imágenes que transitan por una auténtica libertad expresiva. Larraín es un director contemporáneo, no prejuzga, no interfiere, no busca excusas para agradar. Simplemente hace cine, buen cine, aunque para ello tenga que removerte desde lo más hondo.

Ema es un trabajo para entender a la juventud chilena de hoy, sin ataduras, sin tópicos, sin esconder esa provocación que late en todo el metraje. Ema es una bailarina casada con un coreógrafo que no quiere ni entiende nuevas fórmulas de expresión, que vive en esa realidad fingida de la que Ema escapa.

Existe un trauma que los enfrenta, adoptaron un niño que por no saberlo criar dieron en adopción a otra pareja, y ese vínculo dramático forma el tejido por donde la película recorre las emociones, aunque ella tenga su propio plan para encajar las piezas a su modo.

Larraín se apoya en la música, aquí concretamente en el reggaetón, en la provocación de los movimientos de seres que se liberan de tabúes, que viven su propia realidad, que colocan a la mujer en su propia independencia sexual, en el desprendimiento de lo convencional, de las ataduras sociales, para marcarse sus historias y sus experiencias más íntimas.

Ese Valparaíso filmado es el real. Como se describe en el film, no es romántico, ni de postal. Es de un puerto donde se baila y se contornean los cuerpos en una coreografía que es toda una declaración de pura rebeldía. Y ahí está ella, una Mariana Di Girolamo seductora e hipnótica estructurando un relato sensorial tan complejo como visceral hacia la recuperación de lo perdido, de desinhibirse del drama para aliviar el dolor.

No hay filtros. El sexo está presente como está la vida, el placer y la tristeza, la utilización de las armas mentales con las que se combate, dentro de esa rabia pirómana que incendia la película absolutamente y en todos los sentidos posibles.

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