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Primero Jordi Montull y ahora también Fèlix Millet se ofrecen a explicar al fiscal todos los detalles que implicarían a Convergència en el supuesto pago de comisiones a cambio de adjudicaciones en obra pública, para conseguir una rebaja en las posibles penas solicitadas por el ministerio público. Por lo visto, se ofrecen a aportar o a consolidar pruebas que permitan la incriminación del extesorero de CDC, Daniel Osácar, que también se sienta en el banquillo, pero no consta ni que lo hayan devuelto, ni que se hayan comprometido a restituir el dinero estafado. El funcionamiento de la justicia permite que haya acuerdos extrajudiciales, que el fiscal ofrezca pactos a alguno de los acusados para conseguir más contundencia y que los tribunales sean más magnánimos con quien muestra colaboración especial, pero en este caso se antoja difícil de justificar ante la opinión pública que una petición fiscal de 26 años como es la solicitada para la hija de Montull se reduzca a únicamente tres años de cárcel, de los cuales un año se sustituiría por multa para que pudiera evitar el ingreso en prisión. Además, los beneficios por una confesión son personales e intransferibles y si quien confiesa es Montull, no puede traspasar estos beneficios a su hija y se corre el riesgo de presentar la administración de justicia como una componenda para castigar solo a una parte de los presuntamente culpables. Y como se ha reclamado en múltiples ocasiones, hay que exigir que la aplicación de cualquier beneficio exija ineludiblemente la devolución del dinero estafado al conjunto de la sociedad. Hemos visto como estafadores convictos y confesos ya están en la calle tras haber cumplido parte de su condena y, si han sido hábiles como es la mayoría de los casos, pueden volver a disfrutar de la fortuna de la que se han apropiado ilegalmente. Buena parte de la ciudadanía puede llegar a la conclusión de que se aplica un baremo diferente para estos delitos de cuello blanco al ver los cambalaches de Millet y Montull, o como Miguel Blesa, condenado a seis años, o Rodrigo Rato, condenado a cuatro, pueden esperar tranquilamente en su casa la resolución de los recursos por su “comportamiento intachable y cabal” durante el proceso, mientras otros condenados a penas similares tienen que esperar en la cárcel que el caso llegue a una instancia superior. Consideran que no hay riesgo de fuga, pero olvidan que su actuación ha provocado indignación social.

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