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Horas después de que Carles Puigdemont anunciara su disposición a ser el candidato del PDeCAT en las elecciones del 21-D, la jueza Lamela dictaba la orden internacional de detención contra el President y los exconsellers que se han desplazado a Bruselas. Aunque era lo previsible, la imagen de la Interpol deteniendo al presidente de una institución democrática y elegida por los ciudadanos es un nuevo mazazo que se añade al encarcelamiento de los ocho exconsellers y ha provocado una indignación que ha superado el ámbito independentista y se ha extendido entre la mayoría de demócratas que consideramos la medida jurídicamente absurda, políticamente desproporcionada y socialmente contraproducente. El encarcelamiento del gobierno catalán, al que puede seguir el de la Mesa del Parlament la semana que viene, no solucionará absolutamente nada, sino al contrario: provocará más movilizaciones como las que ya se están viviendo en pueblos y ciudades de Catalunya, crispará aún más la convivencia, perjudica a la economía y al funcionamiento normal de la sociedad y lo que es peor y más preocupante: refleja la persecución de una ideología determinada, el independentismo. Así se recoge en el argumentario de la jueza, en las peticiones del fiscal y en las declaraciones de algunos dirigentes del PP que han llegado a afirmar que se mantendrá el 155 si los resultados del 21-D no son de su agrado o a anunciar la posible ilegalización de los partidos independentistas. Puede que el gobierno de Puigdemont haya cometido errores, y el más grave admitido hasta por analistas soberanistas fue no convocar elecciones antes de que se aplicara el 155, pero en modo alguno puede justificarse la ofensiva desplegada contra las instituciones catalanas, que es más un acto de venganza que de justicia, que no busca solucionar el problema sino cercenar la autonomía catalana en todos los ámbitos y que parece dirigida a escarmentar el independentismo y servir de aviso para navegantes. La represión o las medidas judiciales y la cárcel nunca han servido para solucionar los problemas y menos cuando dos millones de catalanes han expresado su respaldo a una opción, y ante la evidencia de que un referéndum legal y pactado ha sido imposible, hay que acudir a las urnas para que cada ciudadano pueda votar la opción que prefiera. Sin exclusiones, con garantías democráticas y el compromiso de respetar el resultado.

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