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Al fons, Auschwitz, separat per un mur de la llar dels Höss.

Al fondo, Auschwitz, separado por un muro del hogar de los Höss. - FILMIN

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El comandante de Auschwitz Rudolf Höss (Christian Friedel) y su esposa Hedwig (Sandra Hüller) viven una idílica existencia junto a sus hijos al margen de los horrores del campo de concentración. Mientras que los prisioneros se enfrentan al hambre, la degradación y la muerte, Rudolf discute en su hogar con otros miembros del Tercer Reich acerca de las maravillas de los diseños de las cámaras de gas en un tono tan empresarial como insultante. Por su parte, Hedwig se calza diversas prendas del botín de las encarceladas y posa ante un espejo como si de una modelo se tratara. Ambos mundos conviven el uno al lado del otro, pero separados por un muro que el propio director del filme, Jonathan Glazer (Under the skin, Reencarnación), no mostró demasiada intención de franquear. Aproximadamente, el 75% del metraje se rodó con 10 cámaras fijas dentro del edén de los Höss, otorgando así un enfoque poco humano a una realidad en la que no parecen existir los dramas. Hasta la fecha, ningún filme había logrado describir con tanta precisión la banalización de un horror como fue el del Holocausto nazi. Precisamente porque el espectador no lo contempla, tan solo lo intuye a través de las construcciones de Auschwitz que asoman tras la frontera de hiedra y arbustos de lilas, junto a los desgarradores sonidos de desesperación y disparos que escapan a ella. No se pone en duda el mal, se expone su incapacidad para reconocerse. Contrariamente al cruel relato de obras como La lista de Schindler (1993), esta adaptación libre de la novela homónima de Martin Amis limita la violencia a una breve reprimenda a una criada por un charco de agua en el suelo. Galardonada con el Oscar a la Mejor Película Extranjera y Mejor Sonido, a su estreno le precedieron dos años de documentación junto al Museo de Auschwitz y otras organizaciones. No solo no es una burda teatralización, sino que se trató de ilustrar esta magnífica fábula con el máximo de realismo posible –incluso Glazer prefirió emplear los nombres reales en lugar de los ficticios que aparecen en el libro–. La moraleja no es otra que la condena contra la ceguera ante los momentos más terribles de la historia de la humanidad por parte de aquellos quienes no los viven, y es además un necesario recordatorio contra la ola de negacionismo del Holocausto y antisemitismo que recorre actualmente el mundo. Quienes olvidan su pasado, están condenados a repetir los errores de la Historia.

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