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Veinte años después de la muerte de Ramón Sampedro, el tetrapléjico gallego que reclamaba su derecho a elegir una muerte digna y cuya trayectoria dio lugar a la película Mar adentro ha dado el Congreso el primer paso para despenalizar la eutanasia en casos de enfermedad terminal e irreversible que provoque grandes sufrimientos psíquicos o físicos. Es un primer paso porque de momento se ha admitido a trámite una proposición de ley remitida desde el Parlament de Catalunya y ahora empieza una tramitación que se prevé complicada, porque el PP votó en contra y Ciudadanos se abstuvo, mientras que el resto de grupos votaba a favor, y porque al margen de la aritmética parlamentaria estamos ante un debate moral en el que cada persona puede defender una posición acorde con sus convicciones y sus circunstancias. Pero se trata de que nadie imponga sus tesis éticas a los demás, de respetar la opción de cada persona y cada caso, establecer unos protocolos estrictos para garantizar el derecho de quien quiera ejercerlo porque el problema es que ahora el Código Penal contempla penas de entre 4 y 8 años de prisión para quien induzca al suicidio otra persona y de penas entre 2 y 5 años para quien coopere con actos necesarios al suicidio, que se agravan de seis hasta diez años si la cooperación llega a provocar la muerte. Y es evidente que ayudar a quien padece un sufrimiento permanente con las esperanzas ya agotadas es un gesto que merece solidaridad y no castigo. Como se dijo en el Congreso, la muerte debe dejar de ser tabú porque nos llega a todos y la muerte digna también es un derecho. Regalo poco aconsejable El Gobierno ha justificado que policías nacionales repartieran pelotas de goma a los alumnos del colegio Lestonnac, en respuesta al diputado Postius, diciendo que fue una iniciativa individual de un agente y que el regalo de este tipo de pelotas es frecuente en actos organizados por la Policía Nacional, incluso en el Salón de la Infancia, y que no está regulado por la ley. No parece un regalo aconsejable para niños y mucho menos en el contexto que se vivía en Lleida y Catalunya tras el 1-O.

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