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MEMORIA DE TINTA

El 'Robinson de la Mitjana', el exminero que vivió 14 años autoaislado en medio de la naturaleza

Ahora sabemos que había una historia oscura detrás. Oscurísima. Pero no porque este pobre hombre hubiera hecho nada malo

Una vista de la Mitjana de Lleida el 1983.Lleonard Delshams

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El 15 de marzo de 1983 el diario SEGRE publicó una historia insólita. Josep Miquel Bolló y Carles Gené nos descubrían al Robinson de la Mitjana de Lleida. Aquellos días, máquinas de todo tipo se abrían camino entre el caos. Hacía más de cuatro meses que una gran riada había arrasado todo lo que encontró a su paso. Una veintena de personas morirían arrastradas por la furia del agua. El paisaje después de la batalla era un mar de barro que ocultaba los objetos más inverosímiles.

Aquellos días extraños también emergió de los lodos una historia sorprendente, increíble. Un hombre de 66 años vivía en la Mitjana de Lleida, un inmenso bosque de ribera que ahora está domesticado en forma de parque. Hacía más de 14 años que había decidido aislarse del mundo y vivir solo en una barraca hecha con cañas. “¿Por qué tengo que ir a vivir a una calle por donde pasan camiones que hacen ruido y hay porquería por todas partes si aquí soy libre y feliz?”, se preguntaba.

El Robinson de la Mitjana no quiso explicar a nadie los motivos que lo habían llevado a tomar aquella opción de vida poco convencional. “¿Qué tiene de extraño? Cada uno vive donde quiere y yo no hago daño a nadie”, se defendía. Su particular Viernes en aquella isla fluvial era un pequeño aparato de radio que la noche del 7 al 8 de noviembre de 1982 lo alertó del peligro inminente que corría. “Me marché, claro está. No tengo nada de ganas de morirme”.

Durante cuatro días tuvo que abandonar su refugio. Al volver, su mundo había desaparecido, pero ni se le pasó por la cabeza de marcharse. “Me volví a hacer una casa.” Problema resuelto. Tampoco encontraba tantos animales como antes, “sólo unas serpientes extrañas de las cuales no me acabo de fiar”. Jaime, que así se llamaba este náufrago voluntario, sentía lástima de la gente que pensaba que era un pobre hombre. “A mí me dan más pena los operarios que hay en la Mitjana desde la riada. Todos trabajamos mucho, pero yo lo hago para mí, para vivir bien. Ellos lo hacen a la fuerza, por un sueldo.”

Las compuertas de la Mitjana de Lleida, en una imagen de archivo.Itmar Fabregat

Cuando repesqué esta noticia de la hemeroteca desconocía qué se había hecho de este minero jubilado. Si era la reencarnación del buen salvaje de Rousseau o escondía una historia oscura. Me pregunto si ahora sería posible escoger esta vida. El big brother tiene ojos de cámara de móvil. El Robinson de la Mitjana sería asediado sin piedad. La intimidad se ha convertido en un bien escaso. Demasiado.

Desconocía, en pasado. Ahora sé que, efectivamente, había una historia oscura detrás. Oscurísima. Pero no porque este pobre hombre hubiera hecho nada malo. Poco después de publicar el artículo, contactó conmigo alguien que lo conoció y me quedé estremecida. Cuando el Robinson de la Mitjana todavía no ejercía de náufrago fue salvajemente apaleado en una calle de Lleida. Franco ya había muerto, pero el franquismo no y un grupo de ultras que campaba impunemente lo identificó como homosexual. Cómo tenían que ser aquellos tiempos para que al salir del hospital decidiera huir de la civilización e irse a vivir en una barraca que él mismo se hizo con cañas de la cerca del río.

“No soy un robinson loco; aquí solo, soy muy feliz”

A continuación, la noticia de Josep M. Bolló y Carles Gené publicada el 15 de marzo de 1983

Se llama Jaime y no le gusta que le llamen el “Robinson de la Mitjana”. Tiene en la actualidad sesenta y seis años y, desde hace catorce, vive en una cabaña en medio de esta zona leridana, aislado de alguna manera del resto del mundo. Desde su soledad, en la que se encuentra muy a gusto, reta a quien quiera acerca de cual de los es el loco. “¿De qué me tengo que ir a vivir yo a una calle cualquiera, con los camiones, con toda la porquería que hay, si aquí, en la naturaleza, donde no me falta nada, vivo como quiero y hago lo que quiero” Soy libre; libre i feliz.

Hace muchos años, antes de autoaislarse del mundo, había trabajado de minero y, según señalan sus vecinos de la partida de Granyena, es con el dinero de la jubilación de minero con lo que compra las pocas cosas que necesita: pan y otros artículos de primera necesidad.

No quiere explicar a nadie los motivos de su aislamiento voluntario, pero a quién se acerca a su cabaña, perfectamente camuflada entre los cañizos de la Mitjana, les explica que él allí es feliz. “Me molesta que la gente se extrañe de que yo viva aquí solo. ¿Qué tiene de raro? Cada uno vive donde le da la gana y yo aquí estoy muy bien”. El mundo lejano de su paraíso perdido no le atrae en absoluto. “Quiero vivir tranquilo. A mi de aquí no me pueden echar. No le hagi ningún mal a nadie y no me meto nunca con nadie. Además, el ayuntamiento, en vez de echarme, prefiere que yo viva por aquí, porque de esta manera puedo vigilar lo que pasa. Sin embargo, aunque la gente se cree que soy el guarda de la Mitjana, aquí yo no pinto nada desde el punto de vista oficial. No quiero responsabilidades”.

“Me han quemado varias veces la valla”

Sin embargo, no siempre ha vivido momentos de felicidad en su retiro. “En ocasiones, chiquillos han prendido fuego a los matorrales que hay cerca de la valla de mi casa y se ha quemado la empalizada. Entonces no me ha quedado más remedio que volver a construirla y reparar todos los destrozos”.

Jaime no está censado en ningún lugar y no le interesa estarlo. “A mi no preocupa. No estoy censado en el ayuntamiento, no pago impuestos y prefiero seguir así. Lo único que me preocupa es que hace tiempo los de la gravera de aquí al lado, por cuatro sacos de tierra, por poco me tiran la casa al suelo. Cada vez se acercaban más y estuve a punto de tener que trasladarme”.

“Hace ya tiempo –prosigue– vinieron de un diario para hacerme un reportaje. Todo el mundo decía: “mira, hay un robin en la Mitjana”. A mi esto no me gustó. Yo no me meto con nadie y no me gusta que se metan conmigo. Si alguien quiere hacer un buen reportaje sobre la Mitjana que se vaya al lago artificial. Eso sí que es un desastre y una porquería. Después de las inundaciones ha quedado aún peor. Antes, todo era césped; ahora en todas partes hay piedras y arena. El terreno ha crecido dos metros y esto no hay quien lo arregle”.

La trágica riada

El día siete de noviembre, por la noche, el solitario habitante de la Mitjana escuchaba el pequeño receptor radiofónico que posee, ansiosamente. Las noticias sobre la inminente crecida del río eran cada vez más preocupantes. Las aguas, de un modo evidente, aumentaban su nivel y antes las negras perspectivas que tomaba el asunto decidió ponerse a salvo. “Cuando oí por la radio lo que pasaba salí de la Mitjana. No tengo ningunas ganas de morirme; espero vivir muchos años, así que cogí y me marché a primeras horas de la madrugada. Durante cuatro días no pude volver por aquí, tuve que esperar a que los del ‘pozo’ de la San Miguel abrieran un camino y yo pasé detrás de ellos. Mi casa estaba rota”.

La riada se había llevado la empalizada y arrasado los pequeños huertos. Todos los animales que vivían allí –los zorros, los conejos, las serpientes–. Todos habían desaparecido. “Tuve que volver a empezar desde un principio y construirlo todo de nuevo. Con todo, más trabajo tuvieron los de los depósitos de aquí al lado. Y ellos tenían que hacerlo por un sueldo, yo lo hacía para mí, para mi casa, para vivir bien; no por un salario”.

Decía el poeta clásico: “venturoso aquel que del mundanal ruido huye”. El solitario inquilino de la Mitjana es quizás de los pocos hombres que se reconoce feliz. “Como de lo que cultivo; vivo en plena naturaleza, y antes tenía la compañía de los animales. Después de la riada sólo han quedado algunas serpientes muy raras, de las que no me fío”.

Desde su soledad, siente pena por todos cuanto se acercan los días de fiesta a la Mitjana, a pasear o a comer una paella y piensan, viviendo su vivienda, que es un “pobre hombre”. Según él –el moderno robinson del siglo XX– la felicidad está lejos del ruido, de la contaminación, de los robos y de la porquería de las grandes ciudades. En esta convicción espera –dentro de muchos años– morir en paz, en su casa de la Mitjana –sin que nadie le moleste– y en medio de la naturaleza.

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