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La sombra del padre

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Esta película podía derivar en un drama lacrimógeno en el que el victimismo cobrase protagonismo, quedándose en una superficie de maldades, engaños, búsquedas y muerte. Petra tiene aire de tragedia griega, pero Jaime Rosales, un cineasta con sello de autor, que modula sus películas a su gusto, que incluso imprime el arte de la improvisación y la mínima gesticulación en sus personajes, logra una atmósfera compleja, una tela de araña que, sin embargo, no desconcierta, no confunde, pues el argumento se desliza hacia territorios de la emoción, de los sentimientos más contenidos, sin explosionar, avanzando hacia una confluencia que manda en el relato, una presencia que todo lo eclipsa, un modelo de maldad terrible, un ser despiadado que se erige como el eje donde cada ser que tiene contacto con él queda marcado. El argumento gira en torno a una mujer que, tras la muerte de su madre, irá en busca de la figura del padre que sospecha es un afamado escultor. En la casa conocerá al hijo, maltratado a la sombra del progenitor, el que todo lo destruye, almas y deseos. En Petra hay muerte en forma de suicidio, de asesinato, y todos los elementos se comprenden dentro de un minimalismo brillante en diálogos precisos, directos, sin vocación de convertir la historia en un folletín, sino imprimiendo carácter y personalidad, que entiende Bárbara Lennie, Alex Brendemühl o Marisa Paredes, y sobre todo un actor circunstancial como Joan Botey en su rol de malvado sin fisuras, frío y cerebral, que impone sin apenas mover un músculo del rostro la humillación y la malicia más siniestra. Y dentro de esa premisa, la película llega del modo más descarnado, más creíble, más real.

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