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Un brillante esperpento

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Ya desde su título mismo, podríamos calificar a esta película de irreverente, caricaturesca, disparatada, friki, esperpéntica y todo lo que deseen añadir de más, y ni tan siquiera sonaría a algo peyorativo o despreciativo porque Matar a Dios es todas esas cosas juntas y más. En esa decidida vocación de ser una comedia negra, negrísima, todo se justifica porque hay un Dios enano y cabrón que ya desde el inicio del film muestra su perversa maldad, irrumpiendo después en una casa aislada donde una familia con mucha miseria moral encima intenta pasar el fin de año, cada uno de ellos con sus taras emocionales a flor de piel, para anunciarles el Apocalipsis, el exterminio de la raza humana a la salida del sol, ofreciéndoles la potestad de salvar solo a dos. Toda una papeleta para cuatro almas que reflejan los defectos y lacras que representan al ser humano y la honestidad más sincera en momentos determinados y determinantes. Ese Dios es lo más parecido al diablo, borrachín y malcarado dentro de una historia extravagante que posee ese punto de inflexión, de surrealismo de aquel Ángel exterminador buñueliano, e inequívocos acercamientos al original cine que hacían Jeunet y Caro, e indefectiblemente al más representativo de Álex de la Iglesia. Con todos estos componentes, Caye Casas y Alberto Pintó logran un milagro con escasos medios en una película de interior y con actores de verdad, sin aura de estrella que los reprima y, valga la redundancia, que los endiose, magníficos todos ellos. Y no hace falta que lo diga la crítica, ya que se han llevado entre otros muchos premios el que concedieron los espectadores en el pasado festival de Sitges y, a esos, no les engaña ni Dios.

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