El President en horas bajas
Un detalle destacable en esta película es que su protagonista, Josep María Pou, con sus casi dos metros de altura, se parece a Jordi Pujol como un huevo a una castaña, pero es lo mejor que le sucede al personaje para no caer en la simple parodia, ni en los tics, ni en la voz. Pou fabrica su propio Pujol en sus pensamientos, al temor de cómo la historia lo juzgará -si no lo ha hecho ya-, al que fue padre y constructor de una idea de Catalunya, ahora ensombrecido y derrotado por actos que lo dejaron a los pies de los caballos, algo que aprovechó el sistema español y una maquinaria turbia para horadar en la herida con personajes perniciosos como ese Villarejo, que interpreta uno de los mejores actores de reparto como es Antonio Dechent.
Parenostre se centra en ese otoño del patriarca, en la idea de salvaguardar un atribulado núcleo familiar, en más de una ocasión esperpéntico, con unos hijos que entran por derecho propio en la caricatura de sí mismos y una Ferrusola que insiste enconadamente en proteger bajo su ala a sus vástagos y en que Pujol anteponga de una vez su rol de cabeza de familia protector por encima de su nada escondida vocación por Catalunya.
En este trabajo no hay mucho más de lo que ya se sabe tras aquella bomba de relojería que publicó el diario El Mundo con el tema del dinero en Andorra, ni ese papel casi ausente de Artur Mas. El veterano cineasta Manuel Huerga, que tiene en su filmografía algún trabajo contundente como Salvador, aquí juega en exceso con los escenarios digitales, realiza saltos temporales para mostrarnos aquel Jordi Pujol apaleado y encarcelado con cierto aire de telefilme para acercarnos a un hombre cuyas ideas lo convirtieron en patrimonio de una Catalunya agradecida y orgullosa, pero que tanto él como su “clan” destruyeron moralmente con asuntos turbios que todavía están por cerrarse.
En Parenostre no hay excusas posibles. Hay remordimientos, como también rasgos de cierta arrogancia, conversaciones privadas que no alivian el daño moral, y bajo un guion escrito por Toni Soler, prima la pesadumbre, contención incluso en momentos comprometidos, donde la familia es más un lastre y una condena que cualquier otra cosa. Todo es íntimo, casi con vena teatral, en la búsqueda por salir airoso de una tragedia que gravita en la deslealtad, de intentar salvar los restos del naufragio sobre la caída de un prohombre sabedor ya que un fuerte vínculo se ha roto, que ya no habrá un sueño inmortal, y que nunca tendrá, y lo reconoce -como tienen sus ilustres antecesores- ni una avenida, ni un paseo, ni una plaza a su nombre.