Vértigo del ahora
El Jazz Tardor 2025 acogió estos pasados días uno de los conciertos más intensos y arriesgados de esta edición del festival —y, probablemente, de muchas otras anteriores— con el dúo de la pianista Jordina Millà y el contrabajista Barry Guy, un encuentro donde el free jazz se fusionó con la tradición experimental europea hasta borrar cualquier frontera estética. Lo que ambos ofrecieron fue, más que una sucesión de improvisaciones, una exploración sonora profundamente consciente de la música avant-garde, la herencia dodecafónica y los principios de la música aleatoria, tan ligados a figuras como John Cage, cuya influencia asomó tanto en el uso del silencio como en el tratamiento imprevisible de la forma. La pianista balaguerina afincada en Austria, cada vez más consolidada como una de las voces esenciales del piano improvisado contemporáneo, afrontó el escenario con su habitual capacidad para convertir el instrumento en un organismo vivo y sacarle sonoridades ignotas. Su ejecución combinó ataques secos, resonancias prolongadas y una escucha extrema que hacía que cada nota pareciera surgir de un proceso salvaje, casi ritual. En su discurso se reconocen las huellas de Cage, en la aceptación del azar como agente compositivo; de Stockhausen, en la espacialidad del sonido; y de Morton Feldman, en la atención obsesiva al timbre. Sin embargo, lo que mejor la define es su identidad propia desde ese enfoque en el que la fragilidad y la contundencia coexisten sin jerarquías. Frente a ella, el contrabajista británico —figura fundamental del free jazz europeo y motor de proyectos históricos como la London Jazz Composers Orchestra— desplegó un abanico expresivo apabullante, con décadas integrando elementos de la música barroca, la vanguardia del siglo XX y la improvisación total en un lenguaje absolutamente personal. Su interpretación osciló entre texturas “ruidistas”, arco saturado, percusiones sobre la caja y líneas melódicas tensas, pizzicatos desmontados y estallidos de energía, como si dialogara simultáneamente con el legado más libre de la tradición jazzística.
Esa apertura estética hace que su música, aun cuando explota el azar, conserve siempre una direccionalidad contundente pero coherente. Así, el diálogo entre Millà y Guy alcanzó momentos de una intensidad casi física, con algunos pasajes en los que la interacción recordaba el espíritu del free jazz clásico —la urgencia, el desgarro, la búsqueda de un territorio emocional sin filtros—, mientras que en otros emergía una clara filiación con la música aleatoria: silencios prolongados, irrupciones inesperadas, gestos que parecían generados más por la escucha mutua que por una voluntad predefinida y la aceptación de que el sonido se debe organizar a sí mismo, permitiendo que la contingencia y la sorpresa sean parte del discurso.
festival jazz tardor
El resultado final, ante unas pocas docenas de intrépidos espectadores, fue un concierto sin concesiones y de una honestidad artística absoluta, con Millà y Guy demostrando que la improvisación es aún un espacio fértil en el que tradición, riesgo y sensibilidad pueden convivir y entregarse al vértigo del ahora, construyendo música en el preciso instante en que ésta nace.