La fragilidad
abogado. doctor en derecho. profesor asociado d. penal udl
Convendrán conmigo en que a través de la fragilidad la vida nos enseña la lección de la impermanencia. En eso pensaba el otro día mientras acudía, una vez más, al Centro Penitenciario para ir a visitar a unos cuantos presos preventivos (sí, el abuso de esa medida es insoportable, se mire desde donde se mire) quedando pendiente de recibir fecha para la realización de una prueba para una de mis revisiones médicas, que nada tienen que ver con la edad, y donde necesitaba mi móvil a mano. No caí, pues, en la cuenta de que ya no podría tener la contestación, pues lo había dejado guardado antes de entrar en prisión.
Ahí, como es sabido, los profesionales no podemos introducirlos. Y entonces me adentré. Paso mi primera identificación y me encuentro frente a un vidrio doble y sucio, me atiende un profesional (no sé si funcionario) al que no oigo muy bien y veo menos (eso sí es debido a la edad). Aquél, previa entrega de mi carnet profesional y mi hoja de autorización colegial, me da un papelito que debo portar. Hago lo que toca: empujar una puerta gruesa mientras se oye a lo lejos (así lo escucho yo) un ruido tipo apertura de parking, mientras voy abriendo otro portón y otro más que se van cerrando mientras avanzo con el pitido de fondo. Salgo ya a una especie de patio donde voy a parar a otra oficina. Ahí, entrego el papel previamente suministrado, mientras me abren otro postigo y lo cierran, dejándome solo enfrente de otro vidrio, descuidado y grueso (aunque, insisto, es otro). De nuevo, sin escuchar ni ver, me abren la última puerta antes de cruzar un patio, con algún preso (no recuerdo la presencia de algún funcionario) que me lleva directamente a un vomitorio que me acerca a una sala llena celdas con mamparas. Ahí realizaré mis visitas. El interno con su telefonillo y yo acercándome a un altavoz puesto en la parte inferior del cristal. Una vez llevaba parte de mi tiempo consumido, de repente, se fue la luz y con ello sonó algo parecido a una alarma. A oscuras y sin saber qué hacer, terminé mi visita y comencé con cierta premura a desandar para encontrarme en apenas 15 minutos fuera de la prisión. Lo vi todo extraño. Por de pronto, no tenía contestación de mi Centro Médico (debe de ser algo malo porque no me dicen nada, lo bueno lo adelantan, pensé), no había luz en ninguna de las casas adyacentes ni vi movimiento en el colegio público que queda en frente. Ni qué decir de las calles. Los semáforos no funcionaban. Se veía mucha gente en las terrazas de los bares y al llegar a casa (no sabía dónde ir) me encontré con el silencio como bienvenida y la comida sin hacer. La tarde que pasé prefiero no contarla, porque entiendo que fue muy parecida a las suyas.
Lo único distinto es que conformé la reunión pactada. Que esperé al cliente a pie de calle y que lo acompañé por las escaleras. Y que duró justo el tiempo necesario, nunca mejor dicho: terminó cuando se puso el sol. Volví a casa y eché en falta el transistor de mi padre que tiré sin remordimientos cuando falleció.
Más tarde, gocé de una noche fantástica a la luz de unas velas, cenando un bocadillo con pan con tomate, por supuesto, junto a mi esposa y uno de mis hijos. Evocando mis tardes de niño, jugamos a cartas, al “janremy”, y mientras hablábamos de sus cosas volví a ver sus preciosos ojos azules que me miraban directamente sin irse para abajo (no tenía el móvil operativo) y con el pensamiento de que ser frágil, de vez en cuando, no está nada mal. Me alteró el sonido del teléfono indicándome fecha y hora de mi prueba, las luces y ruidos del vecindario y el sonido del televisor, anunciando que la ‘normalidad’ había llegado, y con ella la necesidad de elegir a quién echar la culpa de todo lo sucedido. Yo lo tengo claro: “la culpa fue del chachachá”.