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Sin duda alguna, el número más singular de la presente edición del Jazz Tardor ha sido un petit comité en toda regla, disfrutado por SOLO veinte personas que nos reunimos en torno a la figura del músico, compositor y showman José Luis Gutiérrez, quien ofreció en la librería La Sabateria un show seguramente inclasificable, de esos que pocas veces se le ponen a uno al alcance la mano. La verdad, no obstante, es que Gutiérrez no es desconocido absoluto entre nosotros pues ya ha acudido con anterioridad a ofrecernos sus habilidades artísticas. Algunas veces, incluso, en el marco de nuestro festival musical más longevo, haciendo las delicias de todos aquellos que gustan del riesgo, de lo alternativo y de toda muestra artística, por muy excéntrica que pueda parecernos a priori, que pueda tocarnos la fibra sensible. Vivimos una de esas veladas que se recuerdan no solo por la música, sino por la sensación de asistir a un acontecimiento exclusivo e irrepetible. En un espacio ya de por sí mágico –de entre los más bellos del mundo en su género y de una calidez que invita al recogimiento– el músico vallisoletano desplegó su particular universo creativo, con una mezcla inimitable de jazz, humor, magia gestual y pequeñas dosis de provocación calculada. Su arte sin igual se construye desde una relación casi lúdica con los instrumentos, muchos de ellos anómalos o directamente inventados, que amplían el concepto mismo de performance musical. Del saxofón barítono pasa sin esfuerzo a artefactos sonoros improvisados, tubos flexibles, juguetes sonoros o piezas recicladas que transforma en fuentes de ritmo y textura. Cada objeto, por humilde que parezca, es elevado a la categoría de instrumento gracias a su maestría en el manejo, y a una curiosidad permanente por lo sorprendente que contagia al público totalmente. Pero su propuesta va más allá de lo tímbrico, pues Gutiérrez sabe que el jazz también puede ser un territorio de juego y teatralidad. Para ello, compone números en los que la frontera entre música y circo se vuelve deliberadamente difusa. Un gesto exagerado, una mirada cómplice, un paso de clown o un suspense súbito en mitad de una frase melódica bastan para arrancar una carcajada o un murmullo de sorpresa. Esa capacidad de moverse entre lo serio y lo gracioso, sin que ninguna de las dos dimensiones pierda autenticidad, define parte de su encanto y su afabilidad. A ello se suma su voz cálida y cercana, con la que introduce cada composición como quien abre la puerta a un mundo secreto o a una especie de “país de las maravillas” particular. Explica, narra, invita a escuchar y convierte cada encuentro en una diálogo íntimo y cómplice con el público, que no solo recibe música, sino claves, anécdotas o pequeñas pistas que hacen que cada número se viva como una escena con vida propia. El efecto final es poderoso. Gutiérrez no ofreció simplemente un recital, sino una experiencia completa, una celebración de la música como fuente de libertad, imaginación, alegría y la posibilidad de vivir el mundo de otro modo. Como saboreando caviar...

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