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CRÓNICA POLÍTICA

Puigdemont juega su ¿última? partida

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Hacer pronósticos es siempre muy arriesgado. Pero Carles Puigdemont, que juró lealtad a Artur Mas hace 27 meses y pronto lo marginó, se ha tirado por el mismo tobogán de la designación con el mar bravo a sus pies.

Puede mantenerse a flote o ahogarse. Quedarse años en el extranjero como protagonista de la telenovela política de la que es guionista, o ser extraditado a España en algún momento.

Los detalles ya los conocen: elección del candidato más xenófobo y presumiblemente más dispuesto que otros a ser manejado por mando a distancia desde Berlín o Bruselas. Abogado de relativa solvencia en el mundo de la consultoría donde la racionalidad es vital, Quim Torra se transformó en un activista pasional sin retorno. La colección de tuits anti españoles, que corrió a borrar pero que se han recuperado, no es tanto una colección de despropósitos que indignan a ciudadanos españoles de piel fina a los que considera incultos y vividores, sino que inquieta por el personaje que autodescribe. Solo alguien con la mente tan nublada, lo que lo hace temible, o realmente con muy pocas luces, es capaz de escribir esos desahogos que, por pueriles, ni pueden ofender. Ese es el personaje que gobernará Cataluña en los próximos meses –solo un año hasta las elecciones de mayo del 19, se dice en voz baja en el independentismo– con el concurso de ocurrencias en marcha. Será President pero sin el despacho de los presidentes en el Palau de la Generalitat porque Puigdemont le ha prohibido ocuparlo. Parece de risa pero así es.

Lo más impactante, de todos modos, no es el rechazo de los catalanes que no se sienten representados por ese nuevo mandatario, sino la desazón de cargos políticos de su propio partido, el PDeCAT, que en privado confiesan que el camino retomado no puede llevar a buen puerto. Querían alguien capaz de reconducir las cosas y no un radical que complaciera a las CUP. Razón tiene el periodista y escritor Antoni Puigverd, amigo personal de Puigdemont, cuando en La Vanguardia decía “haré lo que pueda por ayudarle pero no puedo comprender como ha conducido el país al borde del abismo”.

Enlaza con esa idea de un mal final para este conflicto, el intelectual y directivo francés Alain Minc cuando declara en El Mundo: “Es fascinante contemplar un suicidio en directo y comprobar que la pasión puede imponerse a la lógica.” Advierte que “el nacionalismo catalán no es populismo al uso porque éste implica rechazo a las élites y en Cataluña hay élites muy implicadas en el Procés”. Es la verdad. Abogados de nivel, algunos empresarios, gente influyente y adinerada juegan en el mismo bando que los anticapitalistas que acabarían con su poder si pudieran. Si de Esquerra Republicana dependiera, las cosas irían de otro modo –o eso queremos entender– porque sienten que cada paso en la errática ruta de Puigdemont dificulta la puesta en libertad de Oriol Junqueras y otros políticos presos.

La judicialización de la política, que no deja de ser una respuesta abúlica al tratamiento del problema, no hace sino agravar en la fase actual las perspectivas de algún tipo de diálogo que facilite la búsqueda de una salida. Miquel Iceta, el líder socialista catalán, que suele tener mejor calidad de análisis que influencia de prescripción mediática, lo resume así: “Quim Torra dice que habla para todos pero solo se dirige a los independentistas. Habla más de pasado que de futuro, más de ofensas y quejas que de concordia, en un discurso más retórico que de proyecto. Sin abandonar la vía unilateral e ilegal el autogobierno sigue en peligro.”

El problema que viene, además, es que todas las encuestas anuncian un triple empate en España entre populares, socialistas y Ciudadanos. La proyección de escaños de esa fotografía nos dice que no bastaría con solo dos partidos más el PNV para gobernar, salvo que PP y PSOE pactarán. Así que de nuevo los nacionalistas, y no solo los moderados, serán necesarios para lograr una mayoría de gobierno. Fragmentación política y personajes radicales son un cóctel estremecedor.

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