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Al principio de la década de los 90 los médicos que trataban al pintor irlandés Francis Bacon de asma le aconsejaron que no viajara más a Madrid. Bacon, una de las figuras más trascendentales del arte del siglo XX, hizo caso omiso de esas indicaciones y en cuestión de días volvió a estar cerca del Museo del Prado y de los artistas que tanto le habían influenciado en su carrera como Velázquez, el Greco, Goya o Picasso. “Creo que si no hubiera sido asmático no habría pintado nunca”, confesó una vez el pintor al crítico John Russell. Con esta frase en mente me paseo por las salas del museo Guggenheim de Bilbao que en los últimos meses ha acogido una exposición extraordinaria titulada Francis Bacon: de Picasso a Velázquez. El edificio de titanio de Frank Gehry acoge una cincuentena de obras del artista dublinés y treinta otros pintores que establecen un diálogo con la obra de un creador que me ha removido las entrañas desde que lo descubrí en una retrospectiva al Museo Metropolitano de Nova York hace siete años.

Influenciado por la fotografía y los estudios de movimiento del pionero del cine y la fotografía de Eadweard Muybridge, los cuerpos en las pinturas de Bacon se descomponen en un movimiento doloroso. Las caras, siempre expresivas y llenas de una violencia atávica, parece que no puedan respirar. Aislados por unos fondos monocolores y muchas veces cerrados en unas jaulas (claramente influenciadas por los dibujos de Giacometti como se puede comprobar en la exposición) los personajes que habitan las pinturas de Bacon se desplazan entre el eros y el tánatos: entre el pinchazo del dolor y el placer de la penetración. Así se puede ver en algunas de las pinturas que Bacon pintó de su amante George Dyer: un joven tierno pero sexual, indefenso pero violento quien decidió suicidarse horas antes que se inaugurara en el Grand Palais de París una gran retrospectiva de Bacon. Tragedia y éxito; vida y muerte. Es imposible separar la creación artística y la vida personal de un artista que trasladó en un lienzo a los fantasmas de una sociedad que había sido capaz de poner en acción la “Solución Final” y los demonios personales de un creador que afirmaba que no le quedaban dientes a causa de las peleas con sus amores.

Francis Bacon murió en abril de 1992 en Madrid. Lo hizo muy cerca del Museo del Prado y, después de una vida marcada por los vicios, dio el último suspiro acompañado de las monjas que lo habían cuidado. Su última obra, Estudio de un toro, cierra la exposición con muchas preguntas: ¿es una obra inacabada? ¿El toro sale o se marcha de la plaza? ¿Por qué Bacon escogió ese animal? ¿Sabía Francis Bacon que esta era su última obra? Una cosa sí que es cierta: el polvo se hace visible en el lienzo y es que tal como afirmó el artista: “El polvo es eterno, al final todos volvemos a ser polvo.” La eternidad del arte.

Años después de su muerte, las pinturas de Francis Bacon siguen golpeándome.

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