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Como aquel cine comprometido de Elio Petri, que con A ciascuno il suo ponía a Gian Maria Volonté frente a la asesina cultura mafiosa siciliana, Stefano Sollima, curtido en estos temas con series como Gomorra –no confundir con la película de Matteo Garrone– o Roma criminal, narra con Suburra –nombre del miserable barrio milenario romano, que hoy día en el vocabulario italiano viene a definir lo infecto e inmoral– cómo la política, la mafia y los rincones del Vaticano han tejido una trama corrupta, criminal y perversa que alcanza todos los estamentos del Estado, todos los clanes mafiosos de bajos fondos y a piezas clave de una sociedad que se derrumba en sus propias licitaciones fraudulentas, en sus redes criminales que hacen temblar un sistema marchito. Stefano Sollima, a través de un hecho aislado, una noche trágica cargada de excesos protagonizada por un político y un par de prostitutas, abre un abanico de situaciones ilícitas en el que cada segmento tiene su papel, en el intento de convertir la zona costera de Ostia en una especie de Las Vegas, donde mafiosos y políticos mueven sus hilos, sus intereses y sus códigos no exentos de enfrentamientos, asesinatos, extorsiones, secuestros, venganzas y amenazas, canalizadas por un parlamento corrompido y por fracciones mafiosas en un año, el 2011, que el director acota en los siete días anteriores a lo que denomina el ‘Apocalipsis’, con la renuncia del papa y la caída de Berlusconi y que, a priori, anuncia aires nuevos en Italia pero que, al final, como en muchos otros sitios, solo autentifica la famosa frase escrita por Giuseppe Tomasi di Lampedusa en El Gatopardo: “que todo cambie para que todo siga igual”.

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