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El tiempo para pactar apremia

El tiempo para pactar apremia

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La Constitución española de 1978 fue una esperanzadora apuesta para cerrar definitivamente la larga etapa autoritaria del régimen franquista. También constituía un último intento para asentar una relación positiva y fructífera entre España y Catalunya. Y se consensuó un modelo territorial con vocación asimétrica que diferenciaba en el Artículo 2 entre nacionalidades y regiones. Una vía para que Catalunya pudiese encajar, no quedar encajonada, dentro de un proyecto común y conciliador que reconociese España como una Estado de naturaleza política compleja. En mi opinión, una “nación de naciones”. Pero la Constitución fue violentada por el golpe del 23 de febrero de 1981. Y pronto empezó a truncarse la reforma territorial iniciada solo tres años antes. Primero, se intentó reinterpretar restrictivamente el Título VIII dedicado a las CCAA con una ley armonizadora aprobada el 3 de marzo de 1982. Pero la Ley Orgánica de Armonización Autonómica (LOAPA) fue declarada anticonstitucional el 13 de agosto de 1983 por el Tribunal Constitucional (TC). Sin embargo, las presiones uniformadoras persistieron en mayor o menor medida. Y encontraron su gran oportunidad tras la mayoría absoluta lograda por José Mª Aznar en la elecciones legislativas de 2000 que le permitió impulsar una reconquista competencial en favor del Estado, acelerada después por Mariano Rajoy. Esta vez el PP contó con la llamada “brigada Aranzadi” que, situada en las principales instituciones del Estado, fue interpretando y aplicando la Legislación con una visión centralizadora que fue laminando el modelo autonómico diseñado en su día por los padres de la Constitución. Un proceso regresivo manifiesto en la sentencia del TC de 28 de junio de 2010 sobre el Estatuto de Catalunya de 2006. Se frenaron las legítimas aspiraciones de la mayoría del pueblo catalán que hasta entonces ambicionaba simplemente disfrutar de más autogobierno “dentro” del marco español. Y se negó a Catalunya ser una Nación dentro de España. Siete años después, una parte significativa de los catalanes creen que nuestra identidad nacional y cultural difícilmente tiene cabida y no es ni será respetada dentro de España. Aquella sentencia impulsó un “proceso soberanista” hasta entonces minoritario como reacción al “proceso centralizador” que se sigue impulsando desde algunos poderes oficiales y fácticos del Estado. Desde 2010, millones de catalanes se han manifestado democrática y pacíficamente en las urnas y en las calles reclamando resolver el conflicto territorial. Y diversas instituciones empresariales y sociales catalanas pidieron durante años, y no llegó desde Madrid, una oferta concreta y creíble de diálogo para favorecer “una tercera vía” que reconociese y protegiese los rasgos distintivos de la identidad catalana, como es su lengua, y un pacto fiscal que mejorase la financiación autonómica y local. También más inversiones en unas infraestructuras obsoletas y otras medidas para favorecer el gran potencial económico y cultural de Catalunya. Unas justas pretensiones que, como el corredor mediterráneo, redundarían en beneficio de toda la economía española. Pero determinadas instituciones del Estado respondieron primero con un silencio ensordecedor y luego con una férrea negativa sin más argumentos que aludir al cumplimiento estricto de la Ley. Enterraron la tercera vía porque prefieren mantener un statu quo que beneficia a algunos. Y su respuesta final llegó judicializando la política y politizando la justicia. Una tensa situación que también afecta al TC. Y “el principio de la división de poderes” parece difuminarse en “una confusión de poderes” que debilita la clave de bóveda de la Constitución. El Derecho es un mero instrumento, no un fin por sí mismo, para regular justa y equitativamente las relaciones cambiantes de una sociedad. La española es dinámica, plurinacional y plurilingüe. Y el marco vigente en el País Vasco y Navarra demuestra que el modelo autonómico ya es en parte asimétrico. También lo es el mapa político. En las contiendas electorales en Catalunya, el PP tiene un peso menor. Pero quienes niegan aquella realidad plural pretenden seguir legislando, interpretando y aplicando las Leyes utilizando los poderes exorbitantes del Estado. Y se excusan en la defensa del “imperio de la Ley” cuando más bien parece que “imperan con la Ley”. Y minusvaloran los principios democráticos para defender unos intereses generales que muchas veces no lo son. La Constitución de 1978 derogó los principios “inmutables” del régimen franquista. Ahora, algunos vuelven a proclamar el carácter sacrosanto del texto constitucional vigente. Son voces interesadas más constitucionalistas que la propia Constitución. Pero las Leyes pueden modificarse. E incluso cabe interpretarlas y aplicarlas de forma amplia y flexible, sin tocar el texto constitucional, a través de las vías del diálogo y del pacto político, para dar respuesta a situaciones complejas. Pero falta voluntad política. La cuestión catalana, que tiene una larga historia, no se resolverá por la vía judicial imputando penalmente a unos líderes y representantes parlamentarios elegidos en las urnas por centenares de miles de catalanes. Si se sigue por esta vía, se acelerará la desconexión catalana. El 2017

es clave para tender o cortar puentes. El tiempo apremia. En todo caso, no se debe privar que los catalanes puedan expresarse libre y democráticamente sobre su futuro. Cualquier otra salida, sin unas urnas, será en falso.

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