La trampa invisible de nuestra época
(*) Cofundador y Chief Business Officer de TalensIA HR, Ingeniero, Executive MBA y Consultor de Talento y HRBP | Array
Vivimos rodeados de chispazos de placer. Un clic y llega la compra a la puerta. Un toque y alguien nos regala un “me gusta”. Un episodio termina y otro comienza sin pedir permiso. Parece magia, pero es más parecido a estar sentados frente a una máquina que reparte caramelos: cada vez que presionamos la palanca, recibimos una chispa de dulzura que nos invita a volver a intentarlo, una y otra vez.
El problema es que esa dulzura tiene truco. Cuanto más la probamos, menos sabor nos deja en la boca. Necesitamos otro caramelo, y después otro más, hasta que lo que era un capricho se convierte en obligación. Es como beber agua salada en medio del mar: calma la sed durante un instante, pero al final solo nos deja más vacíos.
Aquí es donde encontramos el equilibrio roto. Nuestro cerebro funciona con un fino péndulo que oscila entre el placer y el dolor. Cuando todo está en orden, disfrutar de un helado, una conversación o un paseo nos llena de energía sin consecuencias. Pero cuando abusamos del mismo estímulo –comida, pantallas, alcohol, sexo, juegos, trabajo– ese péndulo se desajusta. Cada golpe de placer se cobra su precio en forma de cansancio, tristeza o apatía.
El resultado es una paradoja cruel: buscamos sentirnos mejor y terminamos sintiéndonos peor. Como aquel que cava un agujero para escapar de la lluvia, solo para descubrir que ahora está atrapado en un pozo.
A la vez, vivimos en una cultura que nos enseña que cualquier malestar es intolerable. Es lo que llamamos la huida del dolor. Dolor de cabeza: píldora. Aburrimiento: teléfono. Tristeza: serie maratónica. Ansiedad: compras impulsivas. La consigna es clara: no sufras, ni un minuto. Pero al esquivar cada piedra del camino, olvidamos que son justamente esas piedras las que fortalecen nuestros pies.
La vida necesita cierta dosis de incomodidad. Es el fuego que templa el acero, la presión que convierte el carbón en diamante. Al eliminar todo malestar, nos quedamos frágiles, dependientes y, en el fondo, más desdichados.
No hace falta mirar lejos para reconocerlo. Son historias comunes que podemos escuchar en nuestras conversaciones diarias. El joven que no puede dormir sin revisar su teléfono cien veces. La mujer que se escapa en novelas románticas y olvida hablar con su pareja. El hombre que trabaja hasta la madrugada convencido de que solo un logro más le dará paz. Todos tenemos nuestra pequeña “máquina de caramelos”, esa rutina a la que acudimos una y otra vez, sabiendo que nos hace daño, pero incapaces de detenernos.
La buena noticia es que la misma puerta que nos encierra también puede abrirse. Hay una salida posible. Recuperar el equilibrio no exige renunciar a todo placer, sino aprender a convivir con el vacío entre un estímulo y otro. Aceptar que el aburrimiento también es fértil, que la incomodidad puede ser maestra, que el silencio no está vacío sino lleno de posibilidades.
Quizás el mayor acto de rebeldía en estos tiempos sea apagar el teléfono y caminar sin rumbo, escuchar el sonido de nuestros propios pasos. Al principio resulta incómodo, como quien deja de comer azúcar y siente todo amargo. Pero con el tiempo, los sabores vuelven. La vida recobra matices que parecían perdidos.
El reto de nuestras generaciones, especialmente la generación Z (la generación de cristal y exclusivamente digital), debido a este frenesí imparable e incansable, somos la generación de la dopamina: hijos de la abundancia inmediata, aprendices torpes en el arte de esperar. Nuestro desafío no es conseguir más, sino aprender a vivir con menos: menos estímulo, menos ruido, menos fugas. Porque solo así, entre el placer y el dolor, podremos volver a encontrar ese punto de equilibrio en el que la vida deja de ser una persecución interminable y vuelve a sentirse como lo que en realidad es: un precioso y aventurero viaje.