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El Steinway del Palau de la Música pensó el lunes que tendría una noche tranquila. “Hoy Bach”, se dijo; “una manera plácida de empezar la semana”. Es normal que piense así un piano acostumbrado a lidiar con rachmaninovs y liszts que vale lo que un piso nuevo de 150 metros cuadrados en la calle Joc de la Bola. Un Steinway es un Steinway. Sirve para todo el arte que quieras meterle. Puedes meterle Glenn Gould y el Steinway seguirá siendo mejor que Glenn Gould. Es bueno para dar cabida a toda la música que puedas imaginarte. Y un poco más.

Víkingur Ólafsson encontró el lunes ese poco más. Puso al límite con música barroca el mejor piano moderno. Lo hizo a través de un uso quirúrgico del pedal y acentuando las partes débiles del compás para que la música caminara permanentemente. Esas síncopas, y no la improvisación, son lo que confiere aires proféticos de jazz a la música de Bach. En las Goldberg nada es improvisado.

Ólaffson las hizo libres, pero meditadísimas. Hay que ser muy torero para tocar así. Tanto como lo fue Bach al componer unas variaciones en las que no varía el tema inicial –lo más fácil, y lo más hermoso, de una obra dificilísima– sino las armonías que lo sostienen, y que no modulan durante una hora y media salvo para pasar de mayor a menor. Ólafsson dejó muy claro al comienzo del concierto cuándo se acababa el silencio y cuándo empezaba él, y entonces la primera nota no fue una nota, sino algo venido de otro planeta.

Tuvo el coraje de hacer crescendos como si fuera a saltar y en el último momento, ante el precipicio, no saltó. Sacó un sonido que no fue solo color, sino también sustancia: un mundo con respiración y muerte y oscuridad y luz.

El Palau entero ovacionó de pie al pianista y este, al piano. Fue un duelo de tres titanes, autor, intérprete e instrumento, y todos ganaron. El piano se fue a dormir con cara de pensar en los otros dos con un afectuoso “la madre que os parió”, y nosotros nos fuimos a casa pensando lo mismo de los tres.

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