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A finales de febrero, cuando hacía poco más de un mes que el desconcertante presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, había prometido el cargo, ya anunció que pediría al Congreso aumentar la dotación destinada a Defensa “porque ya es hora de que EEUU vuelva a ganar guerras”. Fácilmente podría responder a este deseo el ataque unilateral que las fuerzas militares estadounidenses lanzaron, prácticamente por sorpresa, la madrugada del viernes contra una base del régimen sirio de Bashar al-Ásad como castigo por el bombardeo con armas químicas de tres días antes que causó casi 90 víctimas (entre ellas una treintena de niños) y que se atribuye al gobierno sirio. La actuación norteamericana tiene muchas lecturas y a su vez, a buen seguro, es la tarjeta de presentación de lo que puede ocurrir durante el mandato del magnate Trump, con decisiones imprevisibles o sorprendentes y de consecuencias incalculables en cuanto a geopolítica y equilibrios entre potencias mundiales.

Por un lado ha demostrado que prescinde de las convenciones internacionales y de los acuerdos adoptados en el seno de las Naciones Unidas y, pese a ello y quizá por temor, recibe el aplauso de buena parte de la comunidad internacional; por otro, ha hecho volar por los aires la buena sintonía que se intuía con la imponente Rusia y su presidente, Vladímir Putin, cuyo Gobierno (uno de los principales apoyos de Al-Ásad) no dudó en calificar el ataque norteamericano como de “flagrante violación de la ley internacional” y veremos cómo será su réplica y si se limitará al ámbito diplomático; y, por último, ha quedado en evidencia que el sufrimiento del pueblo sirio importa muy poco a todos los actores implicados en esta larga contienda, que se ha cobrado decenas de miles de víctimas ya que el territorio se ha convertido en una especie de escenario de la estrategia política internacional y un campo de pruebas para comprobar la efectividad de los diferentes arsenales militares. Además, el ataque norteamericano también puede considerarse como un claro aviso a otros regímenes considerados enemigos por Trump, como es el caso de Irán y Corea del Norte, que ahora ya tienen pruebas evidentes de cómo reacciona el nuevo líder norteamericano.

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