EDITORIAL
Ante una huelga de hambre inédita
Dos de los siete líderes independentistas encarcelados en Lledoners, Jordi Sànchez y Jordi Turull, iniciaron ayer una huelga de hambre indefinida para protestar contra la dilación del Tribunal Constitucional en tratar sus recursos de amparo contra los autos de prisión, situación que les impide acudir al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. El quid de la cuestión es que aunque el TC ha admitido a trámite todos los recursos que han presentado, algunos de ellos hace un año, no ha resuelto ninguno, cuando según destaca el escrito de ambos leído ayer por su abogado, la ley fija un plazo máximo de 30 días para hacerlo. Así pues, no pueden recurrir su más que presumible desestimación ante la justicia europea. Este bloqueo es otra actuación que se suma a las más que discutibles resoluciones judiciales aplicadas por la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo, que han comportado que 9 líderes independentistas lleven ya desde casi nueve meses en el mejor de los casos hasta más de un año en situación de prisión preventiva a la espera de juicio. A todo ello hay que sumar las durísimas penas que pide Fiscalía para la mayoría de encarcelados por el presunto delito de rebelión, que implica la comisión de actos de violencia que la realidad se empeña en desmentir. Turull y Sànchez también señalan que con esta medida, que pone seriamente en peligro su propia salud, quieren “remover conciencias para impedir que se asuma como normal lo que no es”. Y al margen de las filias y fobias de cada uno, hay que convenir en que es una anomalía que el Gobierno central, durante toda la etapa de Mariano Rajoy como presidente, dejara en manos de la justicia la respuesta al proceso soberanista catalán, sin intentar en ningún momento articular una alternativa política. Los dirigentes independentistas también han cometido errores y adoptado decisiones muy cuestionables, pero la judicialización de un conflicto político es uno de los principales motivos que impide buscar vías de solución, y todavía más cuando los órganos judiciales están aplicando su papel de poder del Estado de forma implacable, con actuaciones que en ocasiones parecen obedecer más a un ánimo de escarmiento que de aplicación ecuánime de la ley. Un atolladero del que solo podría salirse con altura de miras por parte de todos, algo que desgraciadamente es ahora mismo una quimera.