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La reelección de Alberto Núñez Feijóo como presidente del Partido Popular no ha sido una sorpresa, pero sí confirma una paradoja creciente: el líder del primer partido de la oposición está más fuerte en su casa que en el Congreso. Feijóo ha reforzado su liderazgo interno con un discurso ambicioso, pero también algo temerario, prometiendo llegar a la Moncloa, planteando objetivos como el de obtener diez millones de votos y anunciando que si no lo consigue, se marchará. Pero la política no se gana con declaraciones, y mucho menos con ultimátums. Feijóo ha activado su propio cronómetro, pero ignora que no tiene el mando del reloj parlamentario. La aritmética es tozuda: le faltan votos para una moción de censura, no puede forzar elecciones y la legislatura depende, única y exclusivamente, de Pedro Sánchez. A día de hoy, el presidente del Gobierno no da señales de que vaya a disolver las Cortes, y todo indica que buscará agotar la legislatura hasta 2027. Mientras tanto, Feijóo espera que la sucesión de escándalos, filtraciones y audios acabe por erosionar de forma irreversible al Gobierno. Sin embargo, tampoco puede cantar victoria anticipada. A la vuelta de la esquina espera el juicio por el caso Kitchen y, con él, el regreso de los fantasmas de la corrupción en el PP. Feijóo, que ha intentado diferenciarse del pasado oscuro de su partido, podría ver cómo ese lastre le vuelve a golpear justo cuando más necesita parecer limpio, firme y presidencial. El líder popular confía, quizás demasiado, en que alguno de los socios de Sánchez acabe retirando su apoyo. Pero la política de bloques se ha convertido en un equilibrio de intereses mutuos: ninguno de los aliados del Gobierno tiene incentivos para provocar elecciones ahora. Yolanda Díaz se rasga las vestiduras cada vez que aparece un nuevo escándalo, pero si se le pregunta si retirará su apoyo al Ejecutivo no es tan contundente. El PNV, por su parte, observa con cautela, pero sabe que un gobierno PP-Vox es la peor opción para sus intereses y su modelo territorial. Y mientras tanto, Junts y ERC saben que en un nuevo ciclo electoral podrían perder capacidad de influencia. El gran problema de Feijóo es que está atrapado entre la impaciencia de su entorno –y de sí mismo– y la rigidez del sistema parlamentario. Ha vuelto a tirar de los viejos temas –ETA, la enseñanza en castellano, el independentismo, la inseguridad...–, buscando agitar a su electorado más fiel. Y al mismo tiempo, muestra flexibilidad táctica: no descarta pactos con Vox, ni tampoco con Junts, si eso le permite llegar a la presidencia. Feijóo ha sido reelegido sin rivales, pero con muchas contradicciones. Su autoridad en el partido está asegurada, pero su margen en el Congreso es escaso. Su discurso mira a la Moncloa, pero el camino está lleno de obstáculos que no puede controlar. El reloj sigue corriendo, pero no depende de él.

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