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Pero no de sus últimas memorias, sino de las que le escribió José Luis de Vilallonga en 1992 (El rey. Conversaciones con Juan Carlos I de España, La Esfera de los Libros), que se han reeditado ahora para aprovechar el tirón comercial de las nuevas. El libro de Vilallonga es una novela de no ficción protagonizada por un supuesto héroe que se habría sacrificado dos veces por España: una en 1948, cuando con diez años renunció a educarse con su familia para hacerlo con el general Franco, y otra en 1981, cuando se supone que libró al país de un golpe de estado militar. En el hagiográfico retrato de Vilallonga, que hoy sabemos falso, Juan Carlos I hace estas heroicidades compaginándolas con un comportamiento familiar modélico en el que sale a comer con la reina Sofía y comparten veladas con amigos a los que no permiten que les inviten. Vilallonga, controvertido personaje pero gran cronista, dice que Juan Carlos le explicaba que ese comportamiento cercano y campechano –esa gran palabra– no era forzado porque “le sale de dentro”. Juan Carlos, además, es “un hombre culto” al que Vilallonga compara nada menos que con “el emperador Adriano, nacido en Itálica en el 76, impulsado por la firme determinación de ser útil”. No extraña que se nos diga que un hombre tan culto se redacta él mismo sus discursos. “No hay en España un speech writer como en los Estados Unidos o en Inglaterra”, dice Vilallonga, y atribuye al rey estas palabras: “A menudo me paso una hora antes de redactar una frase tal como yo la quiero. Es muy difícil escribir bien, José Luis.” Dificilísimo, efectivamente. Leer este libro 33 años después produce vergüenza ajena e ilustra de dónde venimos. Vilallonga escribía muy bien y más todavía lo hacía y lo hace Manuel Vicent, que en los años de la transición publicó unos daguerrotipos memorables en los que se daba esta misma visión heroica y mentirosa del monarca, un hombre que en sus últimas memorias se ha quitado la careta y no ha tenido ningún inconveniente en poner en las nubes a su admirado Franco. Quizás por eso el actual rey, el miércoles, en su discurso de Navidad, soltó un par de puyitas al franquismo sin citarlo explícitamente. Se avergüenza de su padre. Y no solo él.

El bochorno del comisario

Las leyes son las mismas para todos, pero da la sensación de que algunos jueces las utilizan para favorecer siempre a unos y perjudicar a otros. El último caso ha sido el del comisario de la Policía Nacional de Lleida destituido por Marlaska cuando SEGRE publicó, en pleno Me Too del PSOE, que fue condenado en 2003 por acoso sexual. No lo quiere el ministro y no lo quiere el alcalde, pero el TSJC ordena restituirlo. Y al comisario, ya le vale.

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