Trump y Musk: la alianza del capitalismo extremo
Ave Lucrum
¿Dónde nace esa identidad entre Donald Trump y Elon Musk? ¿Es algo más que una afinidad meramente personal? ¿Cuál es el objetivo de ambos en esta unión circunstancial? ¿Cómo puede afectar al conjunto de la sociedad? Estas son algunas de las preguntas que nos hacemos a medida que tenemos conocimiento de ese vínculo, ya muy claro durante la campaña de las presidenciales de 2024, entre ambos personajes y que se ha afianzado con el nombramiento de Musk como asesor de Trump para dirigir una agencia de eficiencia gubernamental encargada de ¿mejorar la calidad de la administración? No parece que sea esa la intención, sino más bien la de someter los restos del Estado, superviviente a los sucesivos asedios del neoliberalismo, al arbitrio del presidente, la subordinación de los funcionarios a un poder sin control y la liquidación de los restos de una administración pública ya muy debilitada por las sucesivas políticas desreguladoras desde los tiempos de Ronald Reagan. Pero vamos a los antecedentes.
¿Qué caracteriza a Donald Trump en relación con los demás presidentes norteamericanos desde los tiempos de Reagan? Intentemos ser objetivos:
De Reagan a Trump:
Sería excesivo decir que todo cuanto estamos viviendo fue diseñado por Ronald Reagan ―o por quienes le convirtieron en un adalid del conservadurismo y del neoliberalismo―, pero existe una cierta línea de continuidad que merece la pena seguir: Reagan, que procedía de una familia pobre de Illinois, fue contratado por la General Electrics después de hacerse famoso como actor no por sus interpretaciones, sino por su papel como agente macartista en el Screen Actors Guild (sindicato de actores) desde el que cooperó con el comité de actividades antiamericanas del Congreso para la identificación de actores, guionistas y directores comunistas. Si a ello sumamos un fundamentalismo religioso que se remontaba a la infancia (su familia lo había bautizado en la fe de los Discípulos de Cristo, secta evangélica fundada en los Apalaches). Tras un paso mediocre por el ejército, y una brillante trayectoria como delator de actores e intelectuales de izquierda por supuestas actividades antiamericanas, General Electric lo contrató como responsable del General Electric Theatre, pero el contrato le obligaba a recorrer las plantas de General Electric para pronunciar discursos anticomunistas. Ya saben lo que eso quiere decir (y sobre todo quería decir en los años cincuenta) en los Estados Unidos.
Como Trump, Reagan comenzó su carrera política como demócrata, apoyando a Roosvelt, pero le duró poco el idilio con el Partido Demócrata pues al comienzo de los sesenta ya ofrecía su apoyo a la candidatura de Nixon. Su irrupción en la política fue la inauguración de un doble proceso político y económico caracterizado por un profundo conservadurismo anticomunista, por una parte, con una clara orientación confesional, estableciendo una analogía entre identidad nacional y confesión religiosa. Sería, sin duda, el primer intento de integrismo religioso cristiano en un estado aparentemente aconfesional de Occidente. En paralelo, en el ámbito económico, dictó una serie de leyes que fomentaron la desregulación del Estado; eliminó agencias de control; liquidó las políticas de protección social (el New Deal) nacidas tras la Segunda Guerra Mundial y facilitó la coronación del capitalismo financiero frente al industrial. Como muestra, su antigua empresa, General Electric, fue uno de los paradigmas de esa nueva forma de capitalismo: redujo drásticamente su plantilla, externalizó gran parte de sus servicios y, gracias a ello, aumentó su valor en bolsa hasta treinta veces, convirtiéndose en uno de los valores más atractivos. Su consejero delegado, Jack Welch, fue un gran amigo de Donald Trump.
Sea por lo que fuere ―coincidencia ideológica, cobardía, dependencia financiera o un poco de todo― los posteriores presidentes de los Estados Unidos no solo no revirtieron las políticas de Reagan, sino que las profundizaron, hasta el punto que las desigualdades no dejaron de crecer, la doctrina social basada en el argumento de que los pobres lo son por falta de actitud se convirtió en el santo y seña del país (en algún momento alguien identificó el “sueño americano” con el capitalismo descarnado) y el proceso de desregulación y adelgazamiento del Estado continuó hasta la crisis de las subprime de 2008. Esa era la consecuencia del capitalismo sin escrúpulos facilitado por la desregulación de Reagan, Thatcher ed altri: las hipotecas de los pobres norteamericanos podían ser un producto financiero de máxima rentabilidad. Hasta que llegó lo que todos sabemos.
Parecía entonces, y con el primer presidente negro, y demócrata, al frente del Ejecutivo, que alguien al fin se atrevería a ponerle coto a un sistema financiero que basaba su rentabilidad en la “creatividad” a la hora de diseñar productos atractivos para los inversores, aunque esos productos causaran la ruina de cientos de miles de ahorradores en el país o supusieran la hambruna de millones de personas en el mundo. El petróleo, el trigo, la guerra, podían ser productos altamente rentables para unos fondos de inversión cada vez más competitivos, orientados al beneficio sin límites con el objetivo de atraer los ahorros de los ricos y mantenerlos alejados de la voracidad recaudatoria del Estado. Mientras tanto, algunos economistas, como Thomas Piketty, proponían la creación de un impuesto global contra los capitales.
Y de repente llegaron las tecnológicas
La combinación de un entorno desregulado legalmente, de un Estado en retirada y de una necesidad creciente de rentabilidad en las inversiones, además de un crecimiento exponencial de la capacidad de los chips, facilitó la llegada de una cantidad casi infinita de recursos financieros al sector tecnológico de Silicon Valley a finales de los años noventa y principios de los 2000. El gran hacedor de aquellas inversiones fue el padre fundador del mercado tecnológico de Nueva York, el Nasdaq, su creador y primer presidente, Bernard Madoff, conocido además por una de las mayores estafas piramidales de la historia financiera de los Estados Unidos, por un valor de 64.800 millones de dólares. Si los negocios de Madoff durante cuarenta años fueron en realidad una ilegalidad descontrolada, en la que cayeron inversores privados y grandes bancos de inversión, los negocios del Nasdaq no fueron demasiado diferentes, aunque sin tipificación penal. El 10 de marzo del año 2000, el mercado de valores tecnológicos perdió el sesenta por ciento de su valor en una sola sesión, y el ochenta en total, por la sencilla razón de que el valor de las sociedades a las que se estaba financiando era prácticamente nulo. No había bienes, ni tecnología, ni nada que soportase aquel teórico valor, solo una idea, más o menos imaginativa, y la voracidad de los intermediarios financieros, que competían por no quedarse fuera de un gran pelotazo. Así nacieron proyectos que necesitaron años de financiación a fondo perdido, pero que finalmente triunfaron, y otros que se fueron por el sumidero llevándose consigo el dinero de cientos de miles de ahorradores.
Del matrimonio entre los especuladores inmobiliarios (Trump) y los productores de tecnologías de la comunicación (Musk) nos ha llegado esta nueva forma de capitalismo de la atención. Resulta curioso, o quizás no, que los negocios más rentables del mundo tecnológico funcionen en realidad como los medios de comunicación convencionales: se financian con publicidad y compiten por la atención de los usuarios. Son, aunque rechazan ese estatus, medios de comunicación, con la única diferencia de que no asumen la responsabilidad legal de los contenidos porque estos, afirman, están producidos por los usuarios.
Existe una diferencia todavía mayor con los medios convencionales, incluida la televisión: a pesar de algunos intentos de fraude a los consumidores como el uso de publicidad subliminal, etc., siempre han existido potentes sistemas de control, o de autocontrol según los casos, de tal forma que el juego limpio y el respeto a los espectadores se acaba imponiendo. Además, y no es poca cosa, de que la ley atribuye a los propietarios de los medios, la responsabilidad penal, civil y pecuniaria sobre cualquier abuso que se produzca, incluyendo las opiniones, comentarios o informaciones emitidas por usuarios en los espacios de participación como cartas al director, etc. De nuevo, la desregulación se ha convertido en un perfecto teatro de las operaciones ―además de una tecnología eficientísima― para el éxito de las nuevas empresas tecnológicas, financiadas por los socios de Madoff, frente a los obsoletos capitalistas del servicio público.
Además de la desregulación en el ámbito de los contenidos, llama la atención que un país como los Estados Unidos, donde ha sido frecuente ―cada vez menos, hay que reconocerlo― la intervención de la Justicia para corregir situaciones de monopolio (valgan los casos de Standard Oil, ATT o Pan Am) ha sido mínima, aunque está pendiente la intervención de los tribunales para decidir sobre las denuncias presentadas por fiscales generales de varios estados contra Google, Facebook o Apple. Si a ello sumamos las acciones regulatorias y las sanciones contra empresas como Tesla o Space X, podemos entender la obsesión de oligarcas tecnológicos como Elon Musk por desmontar los restos de la administración estatal que seguían en pie a pesar de la concienzuda labor de demolición iniciada en los tiempos de Reagan. Y también entendemos la hostilidad hacia la Unión Europea, que en palabras de Donald Trump fue creada para perjudicar a los Estados Unidos, lo que traducido al lenguaje vulgar quiere decir que ha actuado contra los abusos que las tecnológicas cometen contra la libre competencia o la intimidad de sus usuarios.
¿Quién, mejor que un delincuente convicto para liquidar el Estado de Derecho? Choca que un personaje como Trump ―amoral, abusador, defraudador― sea el adalid de la moral cristiana de sus protectores de extrema derecha confesional. Es el “enviado por Dios”, según los políticos del denominado “cinturón bíblico”, para acabar con el derecho al aborto, con la pornografía, con los impuestos sobre la renta y la propiedad e imponer la enseñanza de la Biblia en las escuelas. Ese es el ideario que hay detrás de los cientos de miles de donantes, iglesias cristianas y políticos ultraconservadores que esperan un Estados Unidos gobernados bajo las reglas de la Biblia. La Sharia cristiana. ¿Paradoja?
Esa combinación de liberalismo extremo, capitalismo sin escrúpulos y extremismo religioso son el material con el que Donald Trump construye un nuevo sistema político en los Estados Unidos basado en la imposición del poder Ejecutivo, la no sumisión a las normas dictadas por los Tribunales (el poder Judicial) y la desaparición, por bullying, de la capacidad controladora del poder Legislativo. Las amenazas de Trump contra sus legisladores son reiteradas y nada sutiles. Lo dice Thomas Piketty en un artículo en Le Monde: “Como ocurrió con frecuencia en el pasado, toma la forma de una mezcla de nacionalismo brutal, conservadurismo social y liberalismo económico desenfrenado. El trumpismo podría describirse como liberalismo nacional o, más apropiadamente, capitalismo nacional. Los estallidos trumpistas en Groenlandia y Panamá muestran su apego al capitalismo autoritario y extractivista más agresivo, que es básicamente la forma real y concreta que el liberalismo económico ha adoptado con mayor frecuencia en la historia”.
Está bien que el sistema se quite la careta
Después de años de intentar convencernos de que el mercado era más justo que la justicia social, de que sólo eran pobres los que no se esforzaban en ser ricos. Que las oportunidades estaban ahí y el Estado desincentivaba a los menos ambiciosos. Y un larguísimo etcétera de demonizaciones contra el estado del Bienestar, ya está bien que el sistema se haya quitado la careta y haya dejado bien a las claras que se trata de dinero. Como en aquel palacio de Pompeya arrasado por el Vesubio, Trump y sus patrocinadores, oligarcas extractivistas tanto como los oligarcas cleptócratas de Putin, han puesto a la puerta de la Casa Blanca la famosa frase de bienvenida a la riqueza: Ave Lucrum, toda una declaración de principios para cuya consecución vale todo, desde ponerse la capa del cristianismo más excluyente hasta demoler los cimientos de un estado que es el único garante de la igualdad de oportunidades para aquellos ciudadanos a los que la suerte, o la cuna, no le han sido favorables.