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BORJA ARRIZABALAGA*

Donde nace la esencia del liderazgo

(*) Cofundador y Chief Business Officer de TalensIA HR, Ingeniero, Executive MBA y Consultor de Talento y HRBP

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Recuerdo la primera vez que alguien me llamó “líder”. Fue en una reunión improvisada, de esas que surgen cuando nadie sabe muy bien qué hacer. Había silencio, miradas que buscaban dirección, y yo, sinceramente, solo tenía una idea clara: no quería defraudar a nadie. Con el tiempo entendí que el liderazgo no empieza cuando los demás te miran, sino cuando tú decides mirar más allá de ti mismo.

Durante años pensé que liderar era tener todas las respuestas. Que un buen líder debía avanzar con paso firme, sin dudas, como si el miedo no existiera. Pero la vida, con su manera tan paciente de enseñarte las cosas, me mostró lo contrario: el verdadero liderazgo nace de la vulnerabilidad. De atreverte a decir “no sé”, pero también “vamos a descubrirlo juntos”.

Recuerdo un día especialmente duro. Un proyecto en el que habíamos puesto el alma se vino abajo. El silencio que quedó después fue pesado, casi incómodo. Nadie sabía qué decir. Y yo tampoco. Durante unos segundos quise buscar una excusa o culpar a las circunstancias, pero respiré hondo y reuní al equipo.

Lo intentamos con todo, pero fallamos. Ahora toca aprender, dije.

Fue una de las lecciones más humanas de mi vida. No por haber mostrado fuerza, sino porque me atreví a ser honesto. Entendí que liderar no es no caer, sino saber levantarse sin perder la empatía ni la humildad.

Con el tiempo comprendí que liderar, sobre todo, es escuchar. Escuchar de verdad. Las palabras, los silencios, los miedos que se esconden detrás de una sonrisa cansada o un “todo bien” que suena vacío. El liderazgo tiene más que ver con los oídos y el corazón que con la voz. Un líder no es quien más habla, sino quien logra que los demás se sientan seguros para hablar.

He visto a personas brillar solo porque alguien creyó en ellas, y también he visto talentos apagarse por una palabra mal dicha. Por eso, cuando me preguntan qué hace a un buen líder, suelo responder lo mismo: el poder de un líder no está en dirigir, sino en inspirar. En acompañar sin imponer, en impulsar sin empujar.

Hay algo hermoso en ver florecer a alguien bajo una mirada que confía. Liderar, en el fondo, es eso: ser jardín y no pedestal. Es aceptar que no tienes que ser el héroe de la historia, sino el hilo que une a quienes la escriben contigo. Y hay algo más que aprendí casi en silencio: el liderazgo empieza por uno mismo. Nadie puede guiar si no sabe adónde va. Nadie puede cuidar si no se cuida. Aprendí, a veces a golpes, que antes de sostener a otros debía aprender a sostenerme. Que la humildad no es debilidad, sino madurez. Que la coherencia, aunque cueste, es el lenguaje más poderoso que existe.

Liderar es servir. Pero no desde la sumisión, sino desde la conciencia. Lo más grande que puedes hacer con tu poder es usarlo para elevar a otros. Mirar a tu equipo, a tu familia, a tu entorno, y preguntarte: ¿cómo puedo ayudar a que crezcan? No para recibir reconocimiento, sino para dejar una huella real.

Hoy, cuando alguien me llama líder, sonrío diferente. Ya no pienso en cargos, ni en jerarquías. Pienso en el chico que fui, inseguro, intentando estar a la altura. En los errores, en las conversaciones sinceras, en los abrazos después de los fracasos. Y entiendo que liderar no es un rol… es una forma de amar.

Porque el liderazgo auténtico no se mide por cuántos te siguen, sino por cuántos descubren, gracias a ti, que también pueden liderarse a sí mismos.

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