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La privacidad es un invento de la sociedad postindustrial urbana. En las comunidades rurales, los corrillos de vecinos formaban una espesa red social mucho antes de que Mark Zuckerberg convirtiera este flujo de información en negocio. Pero la digitalización de la comunicación ha cambiado nuestras vidas, en especial desde que en 2008 apareciera el iPhone y, con él, los teléfonos móviles se convirtieran en ordenadores de bolsillo más potentes que los que llevaron al hombre a la Luna hace 50 años. La privacidad ha dado paso a lo que los expertos en 2.0 denominan extimidad. Facebook, Twitter, Instagram, WhatsApp y un sin fin de aplicaciones ofrecen servicios gratuitos porque el producto es el propio usuario, que alimenta a estas empresas con sus datos personales. Se habla de nuevas tecnologías, pero en realidad no son tan nuevas. Y en este reflejo del mundo real al más puro símil platónico, también hay sombras. Cada mes se hace una denuncia en Lleida por sextorsión. Los más jóvenes son los más vulnerables. A menudo adoptan conductas de riesgo para conseguir likes. Los Mossos d’Esquadra luchan contra este fenómeno ofreciendo charlas en escuelas e institutos. Pero el problema es que muchos adultos tampoco son conscientes de qué pasa en los smartphones de sus hijos. Las redes sociales han supuesto un gran avance a la hora de comunicarse. Y hasta pueden ser un escaparate profesional para encontrar trabajo. Pero hay que saber gestionarlas. A menudo se recurre a la mítica escena del tío Ben advirtiendo a Spiderman que “un gran poder comporta una gran responsabilidad”. Y no hemos sabido gestionar este gran poder que nos otorgan las redes sociales. Hay que hacer pedagogía porque los mecanismos de control del ciberacoso, ya sea de índole sexual o bullying escolar, no estarán en nuestro teléfono ni en la plataforma que utilicemos, sino en la cabeza del propio usuario. El riesgo cero no existe, pero de la misma manera que sería impensable dejar solo a un niño en una gran ciudad sin ninguna supervisión, se ha de ser consciente de que instalar un ordenador en la habitación de un menor y dejar que lo use sin control puede llevarle a situaciones de alto riesgo ante las que es imprescindible denunciar y guardar las pruebas del ciberacoso. Y, lo más difícil: no sentirse culpable, porque la víctima nunca lo es. O no debería serlo.

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