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El jueves se cumplirán 50 años del día en que Francisco Franco murió en una cama de hospital siendo el jefe de Estado de una dictadura implantada tras la Guerra Civil. Sucedió así porque la oposición democrática aún era minoritaria y no estaba en condiciones de derrocar ni de siquiera hacer tambalear al régimen. No se trata de que la mayoría de los ciudadanos estuvieran encantados con él, ni de que fueran unos pusilánimes. Como en tantos otros asuntos, para entenderlo hay que conocer la historia. Desde el inicio de la Guerra Civil, en las zonas donde se impuso el golpe de estado Franco organizó una represión feroz, no solo contra los líderes de los partidos de izquierdas, sino contra todo aquel que fuera sospechoso de no apoyar a su bando, que se generalizó en toda España cuando acabó ganando la contienda. Los dirigentes políticos de partidos democráticos e intelectuales no afectos al franquismo que no se exiliaron fueron fusilados, encarcelados o purgados de diferentes formas. Incluso maestros cuyo único “pecado” había sido no manifestarse explícitamente a favor de los vencedores fueron enviados a pueblos remotos situados a cientos de kilómetros de la localidad donde vivían y ejercían hasta ese momento. El franquismo se aseguró así de que el germen de una posible alternativa quedara arrasado para unos cuantos lustros. Además, aunque la represión se aflojó con el tiempo, estuvo lejos de desaparecer, como prueban las condenas a muerte dictadas meses antes de la muerte de Franco. Es lógico que la oposición no comenzara a organizarse hasta finales de los años sesenta y que en la Transición fueran los herederos del régimen los que tuvieran la sartén por el mango. Ahora bien, a pesar de ello España se convirtió en un Estado democrático homologable a cualquier otro de Europa occidental. Esta es la realidad. Otra cosa es el análisis de hasta qué punto han pervivido prácticas que eran consuetudinarias del franquismo, como por ejemplo las correas de favores mutuos entre el poder político y el económico o el uso de las instituciones para colocar a parientes, amigos o conmilitantes. Los casos de corrupción que siguen estando a la orden del día prueban que por desgracia no se ha hecho lo suficiente para erradicarlas. Y desde finales de los años 80 ya no puede justificarse por el temor a la involución. Asimismo, tampoco puede caerse en el análisis simplista de que este es un problema exclusivo de la estructura del Estado y de los partidos que lo gobiernan. ¿Es que en Catalunya y en otras comunidades no se han pagado comisiones a cambio de obras? ¿Ha eliminado la administración autonómica, provincial y local el enchufismo? Los políticos deberían hacer mucho más para erradicar estos comportamientos, pero no hay que caer en la trampa de la ultraderecha neofranquista de creer que los tiempos pasados eran mejores. No. Eran mucho peores.

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